Page 281 - El Misterio de Salem's Lot
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—A mí también me da miedo —le recordó Matt.



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               Sin  embargo,  mientras  volvía  a  pie  a  St.  Andrew,  el  padre  Callahan  no  sentía

           miedo alguno. Se sentía eufórico, renovado. Por primera vez desde hacía años, estaba
           sobrio y no echaba en falta un trago.

               Volvió a la casa parroquial, cogió el teléfono y marcó el número de la pensión de
           Eva Miller.
               —¿Señora Miller? ¿Puedo hablar con el señor Mears...? Ah no esta. Si, ya veo...
           No, ningún mensaje. Volveré a llamar mañana. Gracias.

               Colgó y se acercó a la ventana.
               ¿Estaría Mears por ahí, bebiendo cerveza en alguna taberna de los alrededores, o

           sería posible que todo lo que le había contado el anciano maestro fuera verdad?
               Porque entonces... entonces...
               Callahan no podía quedarse en casa. Salió al porche del fondo a respirar el aire
           vivificante  y  acerado  de  octubre,  mientras  miraba  hacia  la  oscuridad.  Tal  vez  en

           definitiva no fuera todo cuestión de Freud. Tal vez buena parte de eso se debiera a la
           invención de la luz eléctrica, que había matado las sombras de la mente del hombre

           de manera más eficaz que una estaca clavada en el corazón de un vampiro... y menos
           cruenta también.
               El mal seguía existiendo, pero ahora en el resplandor innoble y duro de las luces

           fluorescentes en los aparcamientos, de los tubos de neón, de los millones y millones
           de  bombillas  de  cien  watios.  Los  generales  planeaban  la  estrategia  de  sus  ataques
           aéreos bajo el resplandor racional de la corriente alterna. «No hice más que obedecer

           órdenes.»  Sí,  eso  era  la  verdad,  la  verdad  patente.  Todos  éramos  soldados  y  nos
           limitábamos  a  cumplir  órdenes.  Pero  las  órdenes,  en  última  instancia,  ¿de  quién
           venían? «Quiero hablar con su jefe.» Pero ¿dónde está su despacho? «No hice más

           que obedecer órdenes. El pueblo me eligió.» Pero ¿al pueblo quién lo eligió?
               Algo aleteó por encima de su cabeza y Callahan levantó la vista, arrancado de su
           confusa ensoñación por el sobresalto. ¿Un pájaro? ¿Un murciélago? Ya se había ido.

           Qué importaba.
               Escuchó los ruidos del pueblo, sin percibir nada más que el gemido de los cables
           del teléfono.

               «De noche, cuando el kudzul invade tus campos, duermes como los muertos.»
               La  exaltación  se  había  desvanecido  como  un  triste  eco  del  orgullo.  Como  un
           golpe, el terror le tocó el corazón. No era terror por su vida ni por su honor ni porque

           su  ama  de  llaves  llegara  a  descubrir  que  él  bebía.  Era  un  terror  que  jamás  había




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