Page 285 - El Misterio de Salem's Lot
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simplemente que su hija se había ido a la escuela. Decidió que ese día no iría a la
           oficina. Se sentía débil, desganado y con la cabeza vacía. Gripe o algo parecido. La
           luz le hacía daño en los ojos. Se levantó a bajar las cortinas, y emitió un gemido

           cuando la luz del sol le dio de lleno en el brazo. Algún día, cuando se sintiera mejor,
           tendría que hacer cambiar ese cristal. Uno volvía a su casa en un día de sol y se la
           encontraba ardiendo como un tizón, y los de la compañía de seguros decían que era

           combustión  espontánea  y  se  negaban  a  pagar  un  centavo.  Ya  se  ocuparía  de  eso
           cuando estuviera mejor. Pensó en tomarse un café y se le revolvió el estómago. Se
           preguntó vagamente dónde estaría su mujer y después se olvidó del asunto. Se volvió

           a acostar, pasándose el dedo por una pequeña herida en el cuello que debía de haberse
           hecho al afeitarse, se cubrió con la sábana hasta las pálidas mejillas y se quedó otra
           vez dormido.

               Su  hija,  entretanto,  dormía  en  la  esmaltada  oscuridad  de  un  congelador
           abandonado, junto a Dud Rogers, y en el mundo nocturno de su nueva existencia,

           encontraba  que  sus  caricias  entre  las  montañas  de  desperdicios  le  parecían  muy
           aceptables.
               Loretta Starcher, la bibliotecaria del pueblo, también había desaparecido, pero en
           su solitaria vida de solterona nadie la echaba de menos. Residía ahora en el oscuro y

           mohoso  tercer  piso  de  la  biblioteca  pública  de  Salem's  Lot.  El  tercer  piso  estaba
           siempre  bajo  llave  (ella  tenía  la  única  llave,  que  llevaba  siempre  en  una  cadena

           colgada al cuello).
               Ahora ella misma descansaba allí, como una primera edición un poco diferente,
           tan  fresca  como  cuando  acababa  de  llegar  al  mundo.  Su  encuadernación,  por  así
           decirlo, jamás había sido abierta.

               También la desaparición de Virgil Rathbun pasó inadvertida. Franklin Boddin se
           despertó a las nueve, en la cabaña que ambos ocupaban, advirtió vagamente que el

           jergón de Virgil estaba vacío, no sacó de ello conclusión alguna y procuró salir de la
           cama  a  ver  si  encontraba  una  cerveza,  pero  se  cayó  de  espaldas.  Las  piernas  le
           parecían de goma y la cabeza le daba vueltas.
               Cristo, pensó mientras volvía a sumirse en el sueño, ¿qué nos darían anoche?

               Mientras tanto, debajo de la choza, entre el frescor de las hojas caídas acumuladas
           durante veinte otoños y en medio de una montaña de latas de cerveza enmohecidas,

           arrojadas entre las tablas boquiabiertas del suelo de la habitación de delante, estaba
           tendido Virgil, a la espera de la noche. En la oscura arcilla de su cerebro se removían
           quizá visiones de un líquido más embriagador que el mejor whisky, más agradable

           que el vino más añejo.
               Durante el desayuno Eva Miller echó de menos a Weasel Craig» pero no le dio
           importancia. Estaba demasiado ocupada en vigilar la cocina mientras sus huéspedes

           daban cuenta del desayuno y después se retiraban, vacilantes, a enfrentar una semana




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