Page 378 - El Misterio de Salem's Lot
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en  alto.  Sus  ojos  saltaban  de  un  lado  a  otro  como  bestias  atrapadas.  Siguió
           sosteniendo la cruz hasta que Ben cerró la puerta, le echó la llave y colgó su propia
           cruz  del  picaporte.  Había  un  televisor  en  color  y  Ben  estuvo  un  rato  viendo  las

           noticias. Dos países africanos se habían declarado laguerra. Y en Los Ángeles, un
           hombre había enloquecido y había matado a balazos a catorce personas. La previsión
           meteorológica anunciaba lluvia y, en el norte de Mame, temporales de nieve.




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               Salem's Lot dormía oscuramente, mientras los vampiros recorrían sus calles y los
           caminos  de  las  afueras.  Algunos  habían  emergido  de  las  tinieblas  de  la  muerte  lo

           suficiente  para  recuperar  cierta  astucia  rudimentaria.  Lawrence  Crockett  llamó  a
           Royal  Snow  y  le  invitó  a  pasar  por  su  despacho  para  jugar  un  rato  a,  las  cartas.

           Cuando Royal abrió la puerta de delante y entró, Lawrence y su mujer se arrojaron
           sobre él. Glynis Mayberry telefoneó a Mabel Werts, le dijo que estaba asustada y le
           preguntó si podía pasar un rato con ella, hasta que su marido regresara de Waterville.
           Mabel accedió aliviada, y cuando diez minutos más tarde abrió la puerta, ahí estaba

           Glynis,  desnuda  y  con  su  bolso  colgando  del  brazo,  y  mostrando  al  sonreír  unos
           dientes grandes y ávidos. Mabel tuvo tiempo de dar un grito, pero nada más. Cuando

           Delbert Markey salió, poco después de las ocho, de su desierta taberna. Cari Foreman
           y un Homer McCaslin con una sonrisa rígida surgieron de entre las sombras, diciendo
           que venían a beber algo. Poco después de la hora de cerrar, Milt Crossen recibió en su

           tienda  la  visita  de  varios  de  sus  clientes  más  fieles  y  más  viejos  compinches.  Y
           George Middler visitó a varios de los chicos de la escuela secundaria que compraban
           cosas en su tienda y que siempre le habían mirado con una mezcla de desconfianza y

           suficiencia, y sus más oscuras fantasías se realizaron.
               Los automovilistas que seguían pasando por la carretera 12 no veían en Solar otra
           cosa que un cartel de turismo y un anuncio que marcaba el límite de velocidad en

           sesenta kilómetros por hora. Al salir del pueblo volvían a los ciento veinte y, tal vez,
           dedicaban un último pensamiento al lugar: Cielos, qué pueblecito tan muerto.
               El pueblo guardaba sus secretos, y la casa de los Marsten cavilaba sobre él como

           un rey destronado.



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               Ben  regresó  con  el  coche  el  día  siguiente,  al  amanecer,  dejando  a  Mark  en  la
           habitación  del  motel.  Se  detuvo  en  una  bulliciosa  ferretería  de  Westbrook  para




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