Page 375 - El Misterio de Salem's Lot
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cuerpo se encogió. La boca se ensanchó en una mueca a medida que los labios se
           encogían  más  y  más,  hasta  unirse  con  la  nariz  y  desaparecer  en  la  diabólica
           dentadura. En los dedos las uñas se ennegrecieron y se despegaron, hasta que sólo

           quedaron  los  huesos,  todavía  ornados  de  anillos,  crujiendo  y  entrechocándose.
           Bocanadas de polvo escapaban de las fibras de la camisa. El cráneo calvo y arrugado
           empezó a dejar ver la calavera. Sin nada que los llenara, los pantalones se aplastaron.

           Por un momento, un espantajo aborreciblemente animado se retorció bajo sus golpes
           y  Ben  saltó  fuera  del  ataúd,  con  un  ahogado  grito  de  horror.  Pero  le  resultaba
           imposible  apartar  los  ojos  de  la  última  metamorfosis  de  Barlow;  era  algo  de  una

           fuerza hipnótica. El cráneo descarnado seguía agitándose sobre la almohada de satén.
           El maxilar desnudo se abrió para dejar escapar un grito silencioso, ya sin cuerdas
           vocales que le dieran resonancia. Como marionetas, los dedos del esqueleto seguían

           danzando y agitándose en el aire.
               En breves y densas bocanadas, una sucesión de olores asaltó su olfato antes de

           desvanecerse: de gases y putrefacción, repugnantes y carnosos, un mohoso vaho de
           biblioteca, acre y polvoriento; después, nada. Los huesos de los dedos, sin dejar de
           retorcerse,  se  desintegraron  como  lápices.  La  cavidad  nasal  se  ensanchó  hasta
           confundirse con la de la boca. Las órbitas vacías se agrandaron en una descarnada

           expresión de sorpresa y horror, hasta encontrarse, y después desaparecer. Los huesos
           del cráneo se hundieron como un antiguo jarrón que se desintegrara. Los pantalones y

           la chaqueta acabaron de aplastarse, vacíos.
               Pero parecía que la tenacidad con que Barlow se aferraba a este mundo no tuviera
           fin:  hasta  el  polvo  se  hinchaba  y  se  estremecía  como  animado  por  minúsculos
           demonios  dentro  del  féretro.  Después,  súbitamente,  Ben  percibió  algo  que  pasaba

           junto a él como una ráfaga de viento, que le hizo estremecer. En el mismo momento,
           todas las ventanas de lo que había sido la pensión de Eva Miller estallaron.

               —¡Cuidado, Ben! —gritó Mark—. ¡Cuidado!
               Giró sobre los talones y les vio salir a todos del segundo sótano. Eva, Weasel,
           Mabe, Grover y los otros. Era su hora de salir al mundo.
               Los gritos de Mark resonaron en sus oídos como un gran clamor de incendio, y

           Ben lo aferró por los hombros.
               —¡El  agua  bendita!  —gritó  a  la  atormentada  cara  de  Mark—.  ¡No  podrán

           tocarnos si la cogemos!
               Los gritos de Mark se volvieron lloriqueos.
               —Sube por la tabla, vamos —le dijo Ben.

               Tuvo que obligar al chico a darse vuelta para ver la tabla, y dándole un empujón
           en el trasero consiguió que empezara a subir. Luego se volvió a mirar los muertos
           vivientes.

               Estaban inmóviles, a unos tres o cuatro metros de distancia, mirándole con un




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