Page 370 - El Misterio de Salem's Lot
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estrépito, mientras el servicio de porcelana que muchos años atrás había sido un
regalo de bodas de Eva Miller se hacía trizas dentro de él.
—¡Lo sabía!—exclamó Mark.
En la pared de detrás se abría una puertecilla de no más de un metro de altura. Un
flamante candado Yale aseguraba el cerrojo.
Varios martillazos convencieron a Ben de que no iba a poder romperlo.
—Mierda —masculló con frustración.
Que en el último momento todo se desbaratara por un simple candado de cinco
dólares...
Pues no. Si era necesario forzaría la puerta a mordiscos.
Volvió a recorrer la estancia con la linterna, hasta que el rayo de luz cayó sobre el
tablero de herramientas pulcramente colgado a la derecha de las escaleras. De dos
clavos de acero pendía un hacha, con la hoja protegida por una cubierta de goma.
Ben corrió a arrancarla del tablero y retiró la cubierta protectora. Se sacó del
bolsillo uno de los frasquitos y lo derramó. El agua bendita corrió sobre el suelo e
inmediatamente comenzó a refulgir. Ben tomó otro frasquito y bañó la hoja del hacha,
que empezó a resplandecer con una estremecedora luz sobrenatural. Y cuando cerró
ambas manos sobre la empuñadura de madera, el contacto le dio la sensación de algo
increíblemente bueno y justo, como si un poder consolidara su fuerza para aferraría.
Se quedó inmóvil, mirando la hoja luminosa, hasta que un impulso extraño le indujo
a tocarse la frente con ella. Una firme sensación de seguridad se adueñó de él, una
sensación de justicia inequívoca, de blancura. Por primera vez en semanas sintió que
ya no andaba a tientas entre las brumas de la fe y la incredulidad, luchando contra un
adversario cuyo cuerpo era demasiado insustancial para ser golpeado. Un poder que
le cargaba los brazos como una corriente eléctrica.
La hoja resplandecía cada vez más.
—¡Hazlo! —rogó Mark—. Pronto, por favor, antes que se oculte el sol.
Ben Mears separó los pies, levantó el hacha y la descargó en un arco
deslumbrante. La hoja cayó sobre la madera con ruido retumbante, portentoso, y se
incrustó hasta el mango. Volaron astillas.
Ben tiró del hacha y la madera gimió. Volvió a dejarla caer otra vez... y otra... y
otra. Sentía cómo iban flexionándose sus músculos de la espalda y los brazos,
moviéndose con una seguridad y una precisión que Ben jamás había experimentado.
A cada golpe, astillas y trozos de madera volaban como esquirlas de metralla. Al
quinto hachazo la hoja atravesó la puerta y Ben empezó a ensanchar el agujero con
frenesí.
Mark no podía apartar sus ojos atónitos. El frío fuego azul se había extendido por
el mango del hacha y había ascendido por los brazos hasta que fue como si Ben se
moviera en una columna de fuego. La cabeza inclinada a un lado, los músculos del
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