Page 371 - El Misterio de Salem's Lot
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cuello tensos por el esfuerzo, un ojo abierto y destellante, el otro fuertemente cerrado.
En la espalda, la camisa se le había rasgado entre los omóplatos, y bajo la piel los
músculos se tensaban como cuerdas. Era un hombre arrebatado, un poseído, y Mark
percibió, sin saberlo (o sin tener que saberlo), que la fuerza que lo poseía no era en
modo alguno cristiana, sino una fuerza primitiva y ancestral. Era magma en bruto,
como si la tierra lo vomitara en toscos fragmentos; algo sin terminar, sin pulir. Era la
Fuerza, era el Poder; cualquiera que fuese su nombre, era lo que movía los grandes
engranajes del universo.
Ante esa fuerza desatada, la puerta del sótano de Eva Miller no podía resistirse. El
hacha se movía a una velocidad poco menos que cegadora, se convirtió en una
ondulación, en una curva descendente, en un arco iris que iba desde el hombro de
Ben a la madera astillada de la última puerta.
Con un golpe final, la derribó y arrojó el hacha. Cuando levantó las manos a la
altura de los ojos, éstos resplandecían.
Le tendió las manos a Mark, y el chico dio un paso atrás.
—A ti te quiero —murmuró Ben.
Se tomaron de la mano.
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El segundo sótano era pequeño, como una celda, y estaba vacío salvo por unas
botellas polvorientas, unos cajones y una enmohecida cesta de patatas que habían
echado brotes en todas direcciones. Y los cuerpos. En el extremo más alejado estaba
el ataúd de Barlow, apoyado contra la pared como el sarcófago de una momia, y
sobre él resplandecía fríamente la luz que acompañaba a Ben y Mark.
Frente al ataúd, dispuestos como vías que condujeran hasta él, estaban los cuerpos
de las personas con quienes Ben había vivido y compartido el pan: Eva Miller y
Weasel Craig; Mabe Mullican, que ocupaba el cuarto del fondo del primer piso; John
Snow, a quien la artritis apenas si permitía bajar a tomar el desayuno; Vinnie
Upshaw; Grover Verrill.
Pasando por encima de ellos, llegaron hasta el ataúd. Ben volvió a mirar el reloj:
eran las
18.40. —Le llevaremos ahí fuera —dijo Ben—. Y lo haremos por Jimmy. —Debe
de pesar una tonelada —objetó Mark. —No importa. Podemos hacerlo, Ben extendió
la mano y aferró el ángulo superior derecho del ataúd. La cima de éste fulguraba
como un ojo apasionado. La madera era untuosamente desagradable al tacto, tersa
como piedra con el paso de los años. Parecía carecer de imperfecciones y poros que
los dedos pudieran reconocer, de donde pudieran asirse. Sin embargo, Ben la movió
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