Page 367 - El Misterio de Salem's Lot
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No eran para él las cosas tibias y afeminadas de algunos. ¡Él era diferente! —Su voz
           se  elevó  hasta  el  techo  abovedado,  casi  desafiante—.  ¡Él  era  un  sacerdote,  no  un
           concejal del ayuntamiento!

               Ben y Mark la escuchaban sin sentir sorpresa. Ya nada podía sorprenderles en ese
           día  de  pesadilla.  Ya  habían  dejado  de  verse  como  factores  de  salvación  o  de
           venganza; el día los había absorbido. Impotentes, se limitaban a vivir.

               —Cuando  le  vieron  por  última  vez,  ¿estaba  bien?  —preguntó  la  mujer,  con
           lágrimas en los ojos.
               —Sí  —respondió  Mark,  recordando  a  Callahan  en  la  cocina  de  su  madre,

           mientras sostenía en alto la cruz.
               —Y ustedes, ¿van a seguir con su trabajo?
               —Sí —contestó Mark.

               —Pues adelante —les instó ella—. ¿A qué esperan?
               Y se alejó lentamente por el pasillo central con su vestido negro, única doliente

           solitaria en un funeral que no se había celebrado allí.



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               Otra vez en casa de Eva. Eran las seis y diez. El sol pendía sobre los pinos, al

           oeste, espiando entre nubes de sangre.
               Ben entró en el aparcamiento y levantó la mirada hacia su habitación. La cortina
           no  estaba  corrida,  y  pudo  distinguir  la  máquina  de  escribir,  inmóvil  como  un

           centinela, y junto a ella, las hojas mecanografiadas y el pisapapeles de cristal que las
           sujetaba.  Le  parecía  insólito  poder  distinguir  desde  allí  todas  esas  cosas,  verlas
           claramente, como si en el mundo todo fuera normal y ordenado.

               Después, sus ojos descendieron hacia el porche. Las mecedoras donde él y Susan
           se habían dado el primer beso seguían allí. La puerta de la cocina estaba abierta, tal
           como la había dejado Mark.

               —No puedo —farfulló Mark—. Simplemente, no puedo. —Tenía los ojos muy
           abiertos. Se había abrazado las rodillas y estaba acurrucado en el asiento.
               —Tenemos que ir los dos juntos —dijo Ben, y le mostró dos frascos llenos de

           agua  bendita—.  Vamos  —repitió  Ben,  a  quien  ya  no  le  quedaban  argumentos—.
           Vamos, Mark.
               —No.

               —¡Mark!
               —¡No!
               —Mark, necesito tu ayuda. Sólo quedamos tú y yo.

               —¡Ya he hecho bastante! —gimió Mark—. ¡No puedo más! ¿No puedes entender




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