Page 374 - El Misterio de Salem's Lot
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mano y se quedó mirándola, aturdido.
               —¡Mamá! —se quejaba—. ¿Dónde está mi madre?
               Eran las 18.55. Luz y tinieblas pendían en un equilibrio perfecto. Ben volvió a

           cruzar corriendo el sótano oscurecido, con la estaca en la mano izquierda y el martillo
           en la derecha.
               Como el retumbar de un trueno, se oyó una risa triunfal. Barlow se había sentado

           en  el  ataúd  y  sus  ojos  enrojecidos  brillaban  con  una  infernal  mirada  de  triunfo.
           Cuando se clavaron en los de Ben, éste sintió que su voluntad se disolvía.
               Con un alarido de desesperación y de furia, levantó la estaca por encima de la

           cabeza y la bajó en un arco sibilante. La punta, afilada como una navaja, desgarró la
           camisa de Barlow, y Ben sintió cómo penetraba en la carne.
               Barlow dejó escapar un aullido agudo y espeluznante, como el de un lobo. La

           fuerza de la estaca volvió a arrojarle de espaldas dentro del ataúd. Crispadas como
           garras, se elevaron sus manos agitándose desesperadamente.

               Ben asestó un martillazo en el extremo de la estaca y Barlow volvió a vociferar.
           Fría como la tumba, una de sus manos se apoderó de la de Ben, firmemente cerrada
           sobre la estaca.
               Ben consiguió meterse en el féretro, apoyando las rodillas sobre las de Barlow,

           mirando ahora el rostro contorsionado por el dolor y el odio.
               —¡Suéltame! —aullaba Barlow.

               —Toma —sollozó Ben—. Toma, sanguijuela. ¡Esto es para ti!
               Con  todas  sus  fuerzas,  volvió  a  dejar  caer  el  martillo.  La  sangre  brotó  en  un
           chorro frío que lo cegó por un momento.
               La cabeza de Barlow se agitaba de un lado a otro, frenética, sobre el satén de la

           almohada.
               —¡Suéltame, no te atrevas, no te atrevas, no te atrevas a hacerme esto...!

               El martillo caía una y otra vez. Comenzó a manar sangre de las narices de Barlow.
           Dentro del ataúd, su cuerpo empezó a convulsionarse como el de un pez arponeado.
           Las manos se clavaron como garras en las mejillas de Ben, abriéndole largos surcos
           en la piel.

               —¡¡Suéltame!! —gritó con un aullido desgarrador.
               Una vez más Ben dejó caer el martillo con todas sus fuerzas sobre la estaca, y de

           pronto la sangre que manaba del pecho de Barlow se ennegreció.
               Después, en el lapso de pocos segundos, con demasiada rapidez para que jamás
           volviera a ser creíble a la luz del día, pero con la lentitud suficiente para reaparecer

           una  y  otra  vez  en  las  pesadillas,  con  un  ritmo  tremendo,  obsesionante  de  cámara
           lenta, la piel se tornó amarilla, áspera y se ampolló como una tela reseca. Los ojos
           perdieron brillo, se ocultaron tras una película blanca y se hundieron. El pelo se le

           puso blanco y se desprendió como un plumaje apolillado. Dentro del traje oscuro, el




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