Page 379 - El Misterio de Salem's Lot
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comprar un pico y una pala.
               Salem's  Lot  permanecía  en  silencio  bajo  un  cielo  sombrío;  todavía  no  había
           empezado la lluvia. Eran pocos los coches que se veían por las calles. El drugstore

           seguía abierto, pero el Café Excellent estaba cerrado, con las cortinas verdes corridas.
           Habían retirado la lista de platos de los escaparates, y la pequeña pizarra donde se
           anunciaba la especialidad del día estaba borrada.

               Al ver las calles vacías, Ben sintió un escalofrío y le volvió a la memoria una
           imagen de un viejo álbum de rock and roll, con la figura de un travestí en la tapa, de
           perfil  contra  un  fondo  negro,  un  rostro  extrañamente  masculino,  sangrante  de

           maquillaje. Título: Sólo salen de noche.
               Fue primero a la casa de Eva, subió por las escaleras y entró en su habitación.
           Todo estaba como él lo había dejado: la cama sin hacer, un paquete de cigarrillos

           abierto sobre el escritorio. Debajo de éste había una papelera metálica, vacía, y Ben la
           llevó al centro de la habitación.

               Tomó su manuscrito, lo arrojó a la papelera y con la página del título hizo una
           mecha  de  papel.  La  encendió  con  su  Cricket  y  cuando  estuvo  inflamada  la  arrojó
           sobre el batiburrillo de páginas mecanografiadas. La llama las saboreó, las encontró
           buenas  y  empezó  a  deslizarse  ansiosamente  sobre  los  papeles.  Los  ángulos  se

           retorcían y ennegrecían. Un humo blanquecino empezó a elevarse de la papelera. Ben
           se inclinó sobre el escritorio y abrió la ventana.

               Su mano encontró el pisapapeles —el globo de cristal que le acompañaba desde
           los  años  de  infancia  pasados  en  ese  pueblo  ensombrecido—  y  sin  darse  cuenta  lo
           aferró, reviviendo un sueño donde visitaba la casa de un monstruo. «Sacúdelo y mira
           cómo va cayendo la nieve.»

               Lo  sacudió  y  lo  puso  a  la  altura  de  los  ojos,  como  había  hecho  de  niño,  y  el
           juguete hizo su vieja treta. A través de la nieve flotante se alcanzaba a ver una casita

           de  pan  de  jengibre,  con  un  camino  que  llevaba  hasta  ella.  Los  postigos  estaban
           cerrados,  pero  un  muchacho  imaginativo  podría  fantasear  que  uno  de  ellos  se  iba
           abriendo  lentamente,  como  en  realidad  parecía  que  uno  de  ellos  se  abriera  ahora,
           empujado por una larga mano blanca, y que un rostro pálido se asomaba a mirarle a

           uno, a sonreírle con una mueca de dientes largos, a invitarle a entrar en esa casa que
           no era de este mundo, en su interminable país de fantasía donde la nieve era falsa,

           donde  el  tiempo  era  un  mito.  El  mismo  rostro  que  ahora  le  miraba,  pálido  y
           hambriento, un rostro que jamás volvería a mirar la luz del día ni el azul del cielo.
               Y que era su propio rostro.

               Ben arrojó el pisapapeles a un rincón, donde se hizo añicos.
               Y se fue, sin esperar a ver qué escapaba de él.



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