Page 17 - La iglesia
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cuando se cerraron los cuarteles, a principios de los noventa. Aquello es ahora

               un desierto, pero no por mucho tiempo: la Asamblea proyecta construir varias
               promociones de viviendas, así que en cuatro o cinco años la zona cobrará vida
               de nuevo.
                    —Ahora entiendo el interés en reabrir esa iglesia. —⁠Marta ladeó la cabeza

               y le guiñó con picardía. Juan Antonio se deleitó con su sonrisa y maldijo en
                                                                ⁠
               silencio que sus hijos estuvieran en casa—. Quién sabe, tal vez después de
               currar allí acabas haciéndote hermano de una cofradía…
                    Juan Antonio se echó a reír.

                    —Te recuerdo que no creo en milagros. He quedado con Maite a las cinco
               para  ver  la  iglesia;  la  presidenta  quiere  que  comprobemos  cómo  está  por
               dentro. Hace ocho años que no se abren esas puertas y no sabemos qué nos
               vamos  a  encontrar.  Igual  está  todo  hecho  polvo,  quien  sabe.  —⁠La  paella

               parecía estar en su punto; su estómago rugió⁠—. ¿Voy llamando a los niños?
                    —Sí, llámales. —Marta la sostuvo en sus manos, admirada ante su propia
                     ⁠
               obra—. ¡Qué bien cocino, me cago en la mar!
                    Nadie en el mundo podía discutir eso. Marta era, al igual que su madre,

               una cocinera excelente.









               Juan  Antonio  había  quedado  con  Maite  Damiano  en  la  esquina  de  la
               Delegación de Gobierno, donde la calle Beatriz de Silva se une con Serrano
               Orive, justo delante de la Plaza de los Reyes, uno de los centros neurálgicos

               de  Ceuta.  A  esa  hora  de  la  tarde,  era  un  hervidero  de  padres  custodiando
               cochecitos de bebé o pendientes de niños en edad de jugar, chillar, correr y
               acabar de bruces en el suelo, llorando a moco tendido; también había algún
               que  otro  jubilado  dando  de  comer  a  las  palomas,  bajo  la  mirada  torva  de

               quienes  las  quieren  muertas;  un  poco  más  allá,  unos  adolescentes  se
               pavoneaban  con  más  ganas  que  éxito  frente  a  un  banco  ocupado  por  una
               pandilla de quinceañeras aquejadas de hilaridad incontenible.
                    Escenas que se repetían día tras día, y tarde tras tarde, desde hacía muchas

               décadas.
                    A  las  cinco  y  cinco,  el  Seat  Córdoba  de  Maite  Damiano  apareció  por
               Beatriz  de  Silva.  En  siete  años,  había  visitado  el  lavadero  tan  solo  en  dos
               ocasiones,  lo  que  dificultaba  adivinar  su  color  original.  El  coche  tenía  un

               camuflaje  natural  compuesto  por  una  capa  de  polvo  añejo,  adornada  con




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