Page 22 - La iglesia
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ranura en su parte superior parecía esperar la limosna que llevaba años sin

               recibir.  Maite  intentó  abrirla,  pero  descubrió  que  estaba  asegurada  por  un
               candado pequeño.
                    —Esto es una reliquia. Ahora estos chismes son eléctricos y las velas son
               bombillas que se encienden al echarle una moneda.

                    —¿Y si te toca la especial se encienden todas? —⁠bromeó Juan Antonio,
               aunque ella no le rio el chiste: estaba demasiado ocupada con su cámara de
               fotos.
                    Caminaron  por  la  nave  central  en  dirección  al  presbiterio,  hasta  que  la

               extraordinaria solería que adornaba el crucero les hizo detenerse en seco.
                    Era una obra de arte. Algo magnífico.
                    Seis  baldosas  de  gran  tamaño,  exquisitamente  policromadas,
               representaban a un jinete acorazado atravesando con una lanza de caballería a

               un  dragón  rugiente.  El  monstruo,  herido  de  muerte  sobre  una  alfombra  de
               llamas,  le  dedicaba  una  mirada  rencorosa  desde  el  suelo.  El  escenario
               representaba unas tierras baldías y lúgubres bajo un cielo tormentoso, rasgado
               por un resplandor divino procedente de las alturas. Las piezas de cerámica

               estaban enmarcadas por una cenefa de piedra que hacía las veces de marco, a
               modo de ventana abierta en el suelo.
                                                                 ⁠
                    —San  Jorge  cargándose  al  dragón  —dedujo  Maite,  disparándole  varias
                                   ⁠
               fotos a bocajarro—. Esta solería será muy bonita, pero da un mal rollo que te
               cagas.
                    Juan Antonio estuvo de acuerdo con ella. ¿Por qué todo en las iglesias
               tenía  que  ser  tan  siniestro?  El  rostro  desencajado  del  dragón,  sus  ojos
               enfurecidos, sus fauces repletas de dientes, la lanza atravesando su cuerpo, el

               cielo  tenebroso,  roto  por  la  ira  de  Dios…  Elevó  la  vista  a  las  alturas  y
               descubrió los frescos que decoraban el interior de la cúpula, que no tenían
               nada que envidiar a la escena que se representaba en el suelo. Maite siguió la
               vista de su compañero en un acto reflejo y, tras hacer un par de ajustes en su

               cámara, disparó una nueva andanada de fotos.
                                                                            ⁠
                    —¡Socorro, estamos rodeados de San Jorges! —canturreó.
                    El fresco del techo no tenía la calidad artística de la solería, pero el cuadro
               que  representaba  se  entendía  a  la  perfección:  San  Jorge  y  un  pelotón  de

               soldados armados con espadas relucientes rodeaban a otro dragón, este bípedo
               y  cornudo,  que  retorcía  su  cuerpo  ensangrentado  en  un  desafío  agónico,
               protegiéndose de la lanza del santo y de las hojas de sus acólitos en un último
               conato de defensa. Este segundo dragón humanoide le pareció a Juan Antonio

               aún más inquietante que el que yacía a sus pies.




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