Page 27 - La iglesia
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Tardaron menos de cinco minutos en medir la planta baja de la sacristía.

               Sin  entretenerse  más  de  lo  preciso,  Juan  Antonio  y  Maite  tomaron  las
               escaleras  que  ascendían  hasta  el  campanario,  haciendo  escala  en  la  planta
               superior.
                    El piso de arriba estaba dividido por un tabique con dos puertas. Al igual

               que  en  la  planta  inferior,  el  espacio  principal  estaba  tomado  por  un
               maremágnum  de  cachivaches:  más  portacirios,  candelabros,  imágenes  de
               santos, sillas plegables, escobas, fregonas, cubos, pilas de revistas, cajas de
               cartón  conteniendo  cortinajes  y  telas,  un  perchero  abarrotado  de  sotanas,

               estolas, hábitos…
                    —Al  párroco  se  le  va  a  bajar  la  tensión  cuando  vea  lo  que  le  espera
                  ⁠
               —profetizó Juan Antonio.
                                                                                                      ⁠
                                                                                       ⁠
                    —Seguro que estas mierdas les encantan a los curas —apostó Maite—.
               Veamos qué hay detrás de estas puertas.
                    Abrió  la  de  la  derecha,  que  mostró  un  pequeño  cuarto  de  baño  que
               contrastaba  en  modernidad  con  el  resto  de  la  sacristía.  La  de  la  izquierda
               correspondía al dormitorio del párroco, una celda casi tan pequeña como el

               aseo, que alojaba una vieja cama de hierro, un armario siniestro y una vetusta
               mesa con una silla espartana a modo de escritorio. Maite abrió los cajones.
               Vacíos.  Sobre  la  mesa,  además  de  un  flexo  de  metal  anterior  al
               descubrimiento de la luz eléctrica, reposaba una carpeta de escritorio de piel

               con una heráldica que ocupaba casi toda su superficie. El grabado, en relieve,
               representaba  un  escudo  de  estilo  francés  atravesado  por  una  cruz  de  San
               Jorge,  cruzado  a  su  vez  por  una  lanza  de  caballería  y  una  espada  enorme
               dispuestas en forma de aspa; una divisa en forma de cinta abrazaba la parte

               inferior  del  escudo;  en  ella  podía  leerse  la  leyenda  «Cum  Virtute  Dei,
               Vincemus». Maite improvisó una traducción:
                    —¿Con la virtud de Dios, vencemos?
                    —Ni  puta  idea,  Maite  —admitió  Juan  Antonio⁠—.  Si  hay  algo  que

               recuerdo de las clases de latín, es que nada significaba lo que parecía.
                    Del techo, colgada de un portalámparas atado a una viga vista, pendía una
               bombilla desnuda de veinte vatios que daba al lugar atmósfera de cuarto de
               interrogatorios.  Mientras  Maite  seguía  con  su  reportaje  fotográfico,  Juan

               Antonio tomó las medidas del piso superior sorteando trastos.
                                                                                 ⁠
                    —Aquí  he  terminado  —anunció  el  aparejador—.  Nos  queda  el
               campanario.
                    La torre la formaban cuatro arcos ojivales que sostenían un tejado a cuatro

               aguas que tampoco presentaba patología alguna. Contra todo pronóstico, no




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