Page 32 - La iglesia
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Maite  llegó  a  casa  poco  antes  de  medianoche.  Ya  bien  avanzada  la  tarde,
               después  de  dejar  a  Juan  Antonio  en  su  estudio  particular  de  la  Gran  Vía,

               recibió  la  llamada  de  unos  amigos  invitándola  a  tomar  una  copa  en  un
               céntrico  pub.  Aceptó  de  buena  gana.  La  tertulia,  animada  por  el  ron  con
               Coca-Cola y buena conversación, se prolongó hasta bien pasadas las once y

               media.
                    Sustituyó  la  ropa  de  calle  por  un  pijama  de  colorines  y  unas  ridículas
               zapatillas que podían ser calificadas de peluche, decidida a adelantar trabajo.
               Conectó  su  cámara  fotográfica  a  su  ordenador  de  sobremesa,  un  clónico
               motorizado por los componentes más poderosos del mercado que un amigo

               informático  mantenía  a  la  última,  a  veces  a  cuenta  de  sustituir  piezas  de
               cuatro meses de antigüedad que funcionaban como un reloj suizo.
                    Las fotografías desfilaron de su cámara digital al disco duro en menos de

               un  minuto.  Cuando  el  proceso  terminó,  Maite  abrió  la  primera  foto  del
               reportaje. Las veintisiete pulgadas de su monitor panorámico fueron ocupadas
               por la fachada de la Iglesia de San Jorge, en un plano general que se le antojó
               digno de una postal. Dedicó una sonrisa de triunfo a la pantalla, orgullosa de
               sus  dotes  como  fotógrafa,  dotes  que,  por  otra  parte,  sus  compañeros

                                                      ⁠
               achacaban  —⁠¡qué  desfachatez!—  a  la  formidable  Nikon  réflex  que  la
               Asamblea había puesto a su disposición para esos menesteres.
                    Zoom  a  tope  en  cada  foto.  Examen  a  conciencia.  Cero  patologías.  La

               piedra  exterior  se  conservaba  en  un  estado  más  que  decente,  por  lo  que  ni
               siquiera sería necesaria una limpieza a chorro de agua. El tejado parecía en
               perfecto estado, sin una gotera; en lo concerniente al interior de la iglesia, un
               par  de  manos  de  pintura  la  pondrían  en  estado  de  revista.  Maite  decidió
               celebrarlo con el último cubata de la noche.

                    Se lo sirvió en la cocina y regresó al ordenador. Recostada en su sillón
               ergonómico,  revisó  foto  tras  foto  a  golpe  de  clic  de  ratón.  De  repente,  se
               detuvo  en  una  fotografía  del  ala  este  del  transepto  en  la  que  aparecía  un

               cúmulo  de  manchas  de  las  que  invadían  todas  las  paredes  de  la  iglesia.
               Entrecerró los ojos y la amplió un poco más.
                    Le parecía haber visto algo.
                    —No me jodas… —pronunció en voz alta, dando un trago a su bebida.
                    Cabían dos posibilidades: la primera, la más normal, que se tratara de una

               pareidolia;  la  segunda,  que  fuera  la  señal  de  SOS  de  un  antiguo  fresco
               abriéndose paso a través de la pintura vieja. Esta última opción se le antojó




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