Page 34 - La iglesia
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III


                                      MARTES, 5 DE FEBRERO







               El  padre  Ernesto  había  pasado  los  últimos  días  en  casa  de  sus  padres,  en
               Jerez, aunque al final la visita no tuvo el efecto tranquilizador que había ido a
               buscar.  Si  bien  sus  padres  estaban  más  calmados  ahora  que  sabían  que  no

               habría  denuncia  contra  él,  no  habían  asimilado  bien  su  presencia  en  los
               medios y lo que su madre llamaba «el escándalo». Las miradas de reproche de
               ambos y los ecos del llanto ahogado de su madre cuando él no estaba presente
               habían acabado con el poco optimismo que le quedaba.

                    Su  padre  tampoco  estuvo  demasiado  locuaz  durante  el  viaje  en  coche
               hasta  Algeciras.  Las  últimas  palabras  que  le  dedicó  frente  a  la  estación
               marítima fueron: «por favor, no vuelvas a meterte en líos». Ni siquiera se bajó
               del coche para despedirse de su hijo. Puso primera y se perdió de vista por las

               rotondas del puerto.
                    Sumido  en  sus  pensamientos,  Ernesto  contemplaba  la  hermosa  vista  de
               Ceuta a través de la constelación de gotas de mar y salitre que empañaban el
               ventanal panorámico del ferry que la conecta con Algeciras, en el sur más sur

               de España. La bocana del puerto se distinguía a lo lejos, en un luminoso día
               de  poniente  que  permitía  ver  el  paisaje  con  claridad  cristalina.  Mientras
               admiraba la extensa línea de costa urbana que se extendía ante sus ojos, un
               saludo anónimo le sorprendió a su espalda.

                    —Buenos días, padre.
                    Se  volvió  hacia  la  voz,  descubriendo  que  pertenecía  a  un  hombre
               rechoncho,  de  aspecto  rudo,  cuya  piel  curtida  avejentaba  los  cincuenta  y
               cuatro  años  que  tenía.  El  desconocido  le  tendió  una  mano  que  al  padre

               Ernesto se le antojó capaz de reducir a astillas la pinza de un bogavante vivo.
               En los últimos tiempos, odiaba que le reconocieran, pero así y todo aceptó la
               mano encallecida que tenía frente a él.
                    —Buenos días. —El saludo del padre Ernesto sonó cortés y frío a la vez.

                    —Perdone que le moleste, pero le he reconocido de verle por la tele.
                                                                   ⁠
                    —No es molestia —mintió el sacerdote—. Ya me voy acostumbrando a
               esta triste popularidad, por llamarla de algún modo.



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