Page 38 - La iglesia
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—Pues  voy  a  ir  bajando  al  garaje,  no  sea  que  me  toque  un  impaciente

               detrás, se líe a pitarme y la tengamos. Me alegro mucho de haberle conocido,
               padre. Nos veremos pronto.
                    —Igualmente, Fernando. Y muchas gracias por sus palabras.
                    Jiménez le guiñó y desapareció por las escaleras que llevaban al garaje. El

               padre  Ernesto  tiró  de  sus  maletas  y  se  situó  detrás  de  la  masa  que  se
               apelotonaba  en  la  salida,  compartiendo  empujones  y  olores.  Tras  varios
               minutos de espera, una azafata de piernas contundentes abrió las puertas de
               metal  para  que  una  pasarela  mecánica  conectara  el  barco  con  la  estación

               marítima.
                    Arrastró su equipaje a lo largo de un pasillo interminable que conectaba
               con los demás muelles de embarque a través de diferentes puertas. Siguió las
               señales  que  conducían  a  la  salida,  custodiada  por  la  policía  portuaria  y  la

               nacional, que en esos momentos examinaba documentaciones de viajeros que
               embarcaban rumbo a Algeciras. Al otro lado de la puerta de cristal, el padre
               Ernesto divisó a varios grupos de personas que recibían a familiares y amigos
               con besos y abrazos. Paseó su mirada por la gente que esperaba en la estación

               marítima, sin saber muy bien a quién buscaba. Lo único que sabía de quien
               iba a ser su ayudante en la parroquia era su nombre y su edad: Félix Carranza,
               veintiocho años, recién salido del horno del seminario.
                    —¡Padre Ernesto!

                    Un joven delgado y menudo, ataviado con un clériman negro, surgió de
               detrás de una familia que estrujaba sin piedad a una setentona gorda, como si
               quisieran  adelgazarla  a  base  de  apretujones.  El  sacerdote  lucía  un  cabello
               rubio peinado con una raya al lado anticuada y unas gafas de metal que le

               daban aspecto de nerd.
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                    —Soy Félix Carranza, padre Ernesto —se presentó, aferrando el asa de la
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               maleta más voluminosa—. ¿Ha tenido buen viaje?
                    —Magnífico,  gracias  —respondió,  siguiendo  al  sacerdote  hacia  las
                                                                          ⁠
               escaleras mecánicas que conducían a la planta baja—. Y nada de hablarme de
               usted, ¿vale?
                    —Me  parece  bien.  —El  padre  Félix  le  condujo  hasta  la  salida  de  la
               estación  marítima,  que  estaba  repleta  de  gente  que  abordaba  taxis  o  eran

               recogidos por familiares⁠—. Tengo el coche en el parking, aquí al lado.
                    Cruzaron  por  delante  de  una  escudería  de  taxis  pintados  de  blanco,  la
               mayoría de ellos Mercedes Benz de los noventa. Entraron en el aparcamiento
               al aire libre y caminaron hasta un Renault Clio azul de cinco puertas. Una vez

               el  equipaje  encajó  en  el  maletero,  rodaron  en  dirección  al  centro.  Dejaron




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