Page 35 - La iglesia
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—¡De triste, nada! —exclamó el desconocido, frunciendo el entrecejo a la

               vez  que  potenciaba  su  negación  con  enérgicos  movimientos  de  su  dedo
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               índice, grueso como un fuet—. A mí me parece muy bien lo que usted hizo,
               ¡qué cojones! Y como yo hay mucha gente. ¡Más de la que usted imagina! El
               escarmiento que le dio a ese cabrón estuvo la mar de bien.
                                                                     ⁠
                    —Lo  que  hice  estuvo  la  mar  de  mal  —repuso  el  sacerdote;  lo  que  le
               faltaba  ahora  era  convertirse  en  icono  de  reaccionarios  y  partidarios  de  la
                            ⁠
               mano dura—. Fue un error, no me siento orgulloso de ello.
                                                                            ⁠
                    —¡Quite, quite! —le interrumpió su interlocutor—. ¡La culpa la tienen los
               políticos de mierda y sus leyes políticamente correctas! —⁠Pronunció las dos
               últimas palabras con retintín⁠—. Ahora los niñatos se nos suben a la chepa; las
               mujeres se nos suben a la chepa; los inmigrantes ilegales se nos suben a la
                                                                           ⁠
               chepa;  los  chorizos  se  nos  suben  a  la  chepa  —efectuó  una  breve  pausa,
               probablemente para comprobar si se había dejado en el tintero algún colectivo
               escalador  de  chepas⁠—.  En  fin,  padre,  tampoco  quiero  aburrirle  con  lo  que
               realmente pienso de este país y de cómo nos va. Lo único que quiero que sepa
               es  que  usted  no  está  solo.  Hace  tan  solo  unos  años,  el  padre  de  ese  crío

               mamón le habría felicitado y le habría dado a su hijo dos hostias más, como
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               está mandado. —El desconocido apoyó su mano callosa en el antebrazo del
                                                                                                      ⁠
               padre Ernesto, en un gesto de afecto que al sacerdote se le antojó sincero—.
               Le ruego perdone mi lenguaje, padre, pero es que me dejo llevar… y su caso,

               en particular, me tiene con las carnes abiertas.
                    El padre Ernesto no se creyó del todo el discurso indignado y extremo de
               aquel hombre. A pesar de la brusquedad con la que hablaba, era el típico tío
               que ocultaba un Gandhi tras una máscara de Mussolini.

                    —Le agradezco su apoyo, señor. ¿Su nombre es…?
                    —Fernando Jiménez, padre Larráiz.
                    —Larraz —le corrigió—, sin i.
                    Fernando Jiménez reparó en las dos maletas que reposaban a los pies del

               cura. Ambas eran voluminosas, demasiado equipaje para una simple visita.
                    —Le han mandado a Ceuta como castigo, ¿verdad?
                    El  sacerdote  no  pudo  evitar  soltar  una  risita.  Jiménez  tenía  razón,  qué
               cojones, aunque tuviera que negarlo.

                    —Yo no lo llamaría así —dijo Ernesto⁠—. Me han nombrado párroco de la
               Iglesia de San Jorge, ¿la conoce?
                    Fernando Jiménez elevó una ceja y abrió la boca como si quisiera comerse
               al cura.







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