Page 31 - La iglesia
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Me gustaba mucho hablar con él, era un buen hombre. Él fue quien encontró

               al  padre  Artemio  muerto  en  la  iglesia  —⁠lanzó  un  suspiro⁠—.  Qué  mal  rato
               tuvo que pasar, el pobre…
                    —¿Cómo murió? —preguntó Maite.
                    —No  lo  sé,  pero  fue  de  repente.  Esa  noche  vino  la  policía  y  una
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               ambulancia —⁠recordó—. Al día siguiente, llegaron unos curas de fuera y se
               llevaron  un  montón  de  cosas  en  una  furgoneta.  Yo  mismo  ayudé  al  padre
               Agustín a recoger lo poco que guardaba en la sacristía. Lloraba mucho. La
               iglesia se cerró y se llevaron al padre Agustín a la Península. Ya no he sabido

               más de él; con lo mayor que era, puede que haya muerto.
                    —¿Y nadie ha entrado en la iglesia desde entonces?
                    —Que yo sepa no.
                    —Pues la verdad, viéndola por dentro no parece que hayan pasado ocho
                        ⁠
               años —comentó Maite, que ya casi había dado cuenta de su segundo vaso de
               té.
                    Saíd cambió de tema:
                    —¿Vienen curas nuevos?

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                    —Un par de ellos —respondió Maite—, y bastante más jóvenes que los
               anteriores. Lo van a tener duro, si quieren traer fieles a esta parroquia.
                    Saíd asintió.
                    —Antes era más fácil creer en Dios que ahora, y no me refiero solo a los

               cristianos.  Con  tantos  adelantos  como  hay,  a  la  juventud  le  cuesta  trabajo
                                                                                   ⁠
               pensar  que  hay  alguien  ahí  arriba  que  nos  cuida  —lanzó  uno  de  sus
               suspiros⁠—. Pero en fin, qué se le va a hacer…
                    —Esperemos  que  los  nuevos  tengan  suerte  y  consigan  feligreses

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               —respondió Juan Antonio, a quien en realidad le era indiferente si los curas
               colgaban el cartel de no hay entradas en cada misa o si tenían que darlas en
               sesión privada para ellos dos durante la cena.
                    Latifa  alzó  la  tetera  y  esta  vez  fue  ella  quien  rellenó  los  vasos.  Había

               escuchado la conversación en silencio, corroborando las palabras de unos y
               otros  con  sonrisas  y  cabeceos.  Mientras  escanciaba  el  líquido,  Maite
               preguntó:
                    —El  primer  té  es  amargo  como  la  vida,  el  segundo  fuerte  como  el

               amor…, ¿y el tercero?
                    Por primera vez durante toda la reunión, Latifa habló más de tres palabras
               seguidas.
                    —Dulce, como la muerte.







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