Page 26 - La iglesia
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vecino de Ceuta. Maite se adelantó a aceptar el ofrecimiento.
—Será un placer, pero antes nos gustaría terminar nuestro trabajo.
—¡Waja! —respondió Saíd, encantado de recibir a quienes consideraba
gente importante del Ayuntamiento—. Voy a decírselo a mi mujer. ¿Cuánto
tardarán?
—Media hora, tres cuartos a lo sumo —calculó Juan Antonio.
—Es ahí enfrente, no tiene pérdida.
Saíd se puso de nuevo la mano en el corazón y abandonó la Iglesia de San
Jorge, ufano.
—Es simpatiquísimo —exclamó Maite.
—Pienso tirarle de la lengua sobre el cura muerto —advirtió Juan
Antonio.
—Puede ser interesante. —Maite volvió a abrir el portátil—. Venga,
sigamos con lo nuestro.
Medir los espacios diáfanos les tomó poco tiempo gracias al Leica, que
enviaba los datos vía bluetooth al portátil en un santiamén. En diez minutos
terminaron con la zona donde se celebraba el culto, así que se dirigieron a la
sacristía a través de la puerta lateral ubicada en el ala izquierda del transepto.
El desorden reinante le daba aspecto de cuartel saqueado. Era evidente
que los jorgianos, en su éxodo, habían dejado tan solo el mobiliario. Este
estaba compuesto por mesas, sillas, aparadores y armarios que un día
contuvieron los archivos de la parroquia, todos de madera oscura y mate y
bastante bien conservados para los años que debían tener. Los cajones,
algunos con las llaves puestas, habían sido vaciados casi en su totalidad. Tan
solo encontraron una vieja Biblia de bolsillo, un par de catecismos con
aspecto de no haber sido estrenados, un puñado de misales idénticos y
algunos bolígrafos Bic en estado de coma.
El muro que separaba la sacristía del altar permanecía casi oculto por un
sinfín de chismes apilados contra él: cajas de cartón, un juego de portacirios
de plata de tamaño considerable, un viejo perchero apolillado, una batería de
antiguos pósteres enrollados, un carrito con artículos de limpieza… Allí había
de todo un poco. Las zonas más altas de las paredes estaban adornadas con
fotografías de Papas, comenzando por el rostro carismático y atractivo de
Pío X en blanco y negro y terminando con un Juan Pablo II en todo su
esplendor, antes de que la vejez y el cansancio hicieran mella en él.
—Esto es un baratillo —comentó Juan Antonio, abriéndose paso a través
de unas cajas—. Aquí hay curro para dos semanas o más.
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