Page 21 - La iglesia
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—Por lo visto, sí. Llegaron a Ceuta a principios del XVII. Al parecer,
hicieron una gran labor en la Casa de la Misericordia, ayudando a los frailes
trinitarios con los presos rescatados del Islam. Por desgracia, se conserva muy
poca documentación sobre ellos en los archivos.
Rodearon la iglesia sin dejar de hacer fotos, hasta darle la vuelta
completa. Ninguna avería visible en el exterior. Juan Antonio agarró la llave
de la puerta principal y la hizo girar tres veces en la cerradura. No le costó
ningún esfuerzo, como si alguien se hubiera tomado la molestia de engrasar el
mecanismo el día anterior. Las hojas dobles cedieron con un ligero empujón.
—¿Seguro que nadie ha cuidado de este lugar durante ocho años?
—preguntó Juan Antonio, extrañado.
—Puede que las ratas. Si me atacan, te echaré como cebo y saldré
corriendo.
Pasaron al interior. Cuatro puertas de menor tamaño que las de la entrada
formaban un pequeño vestíbulo cuadrangular. Maite abrió la de la derecha y
entró en la iglesia.
—Por aquí debe de andar el cuadro eléctrico —murmuró, dejando que sus
ojos se adaptaran a la atmósfera penumbrosa; localizó los arcaicos
dispositivos eléctricos dentro de una caja adosada a la pared. Los disyuntores
estaban protegidos de fábrica por mazacotes de plástico duro y quebradizo, y
los interruptores que los activaban eran cuadrados y gruesos, de una estética
propia de los cincuenta o sesenta—. Ayer restablecieron la corriente. Espero
que los tubos funcionen después de tanto tiempo.
Maite levantó los pesados interruptores de dos en dos. Sus chasquidos
trajeron ecos de tiempos pasados, y los fluorescentes despertaron del letargo
de ocho años con un zumbido quejumbroso, reforzando con su resplandor
blanco la mortecina luz solar que se filtraba por las vidrieras de colores. La
arquitecta se santiguó de forma mecánica y admiró el interior del edificio.
—Está como nueva…
Dos filas paralelas de bancos se proyectaban desde la entrada hasta el
presbiterio, que estaba elevado del suelo por una escalinata compuesta por
cuatro peldaños de mármol. El polvo que había tapizado los asientos durante
años danzaba ahora en el aire, movido por los ventiladores adosados a las
columnas, resucitados por obra y gracia de uno de los interruptores. Detrás de
las columnas, que soportaban escenas del Vía Crucis talladas en madera, se
podían ver dos confesionarios abiertos de par en par que asemejaban armarios
saqueados. Entre estos, un soporte metálico cargado de velas diminutas que
aún conservaban el olor a cera derretida. Una vieja caja de madera con una
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