Page 23 - La iglesia
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—Ese de ahí arriba parece más humano que el del suelo, ¿no crees?

                    —El padre Alfredo me explicó que el dragón de la leyenda de San Jorge
               no es en realidad un dragón, sino la representación del mal. Del demonio, o
               como quieras llamarle.
                    —Ah, me quedo mucho más tranquilo.

                    Juan Antonio  subió  los  cuatro  peldaños del  presbiterio.  Detrás  del  altar
               mayor, en el ábside, la talla de un Cristo crucificado presidía un retablo de
               estilo  barroco  cubierto  de  pan  de  oro;  un  par  de  santos  anónimos  le
               escoltaban; debajo de ellos, dos vanos cubiertos por una gruesa cortina roja

               daban  paso  a  la  sacristía.  Desde  el  altar  mayor,  Juan  Antonio  observó  el
               transepto, donde había más bancos de madera para los fieles; en el ala oeste
               descubrió otra puerta cerrada que también daba acceso a la sacristía. Su vista
               recorrió las paredes y el techo. A excepción de la pintura, que parecía estar

               apulgarada en todas las superficies verticales, la iglesia estaba en un estado de
               conservación excelente.
                    —Esto es increíble —comentó Juan Antonio⁠—. Cualquiera diría que lleva
               ocho años cerrada.

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                    —Está muchísimo mejor de lo que esperaba. —Maite no paraba de hacer
               fotos⁠—. Si no encontramos ninguna patología en la zona de la sacristía o en el
               coro,  tan  solo  hará  falta  una  buena  limpieza  y  una  mano  de  pintura.
               ¿Tomamos las medidas aquí fuera antes de meternos en lo que no se ve?

                    Juan Antonio colocó su maletín sobre el altar y lo abrió. De su interior
               extrajo un ordenador portátil y un aparato que recordaba a un teléfono móvil
               de  los  antiguos.  Maite  reconoció  enseguida  el  distanciómetro  láser  Leica
               Disto.

                    —Bonito  juguete.  —La  envidia  la  corroía;  la  arquitecta  era  una
               apasionada de la tecnología, y de las pocas cosas que no tenía en su arsenal
                                                         ⁠
               era un distanciómetro de esa calidad—. ¿Es nuevo?
                    —Lo voy a estrenar ahora mismo. ¿Empezamos por el coro?

                    —Vamos —aceptó Maite, encargándose del portátil donde registrarían las
               mediciones. Juan Antonio comprobó la resistencia de la escalera brincando
               sobre  cada  uno  de  los  peldaños,  como  un  niño  travieso.  A  pesar  de  su
               antigüedad, se notaba sólida y robusta.

                                                        ⁠
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                    —¿Quieres  dejar  de  jugar?  —le  reprendió  la  arquitecta  desde  arriba—.
               Cuanto antes empecemos, antes terminamos.










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