Page 24 - La iglesia
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Saíd Hamed Layachi salió de su casa con ojos cansados y lagrimosos, recién
levantado de la siesta. Se colocó sus gafas de montura metálica y exploró los
alrededores. No tardó en localizar el Seat Córdoba de Maite Damiano
aparcado junto a su fiel R5. El entrecejo del anciano se arrugó al comprobar
que la verja de la iglesia estaba abierta de par en par, así como sus puertas. En
un principio temió que se tratara de una panda de niñatos en busca de
aventuras, o puede que algo peor. Cruzó la calle solitaria con decisión y
recorrió el camino de baldosas de piedra que llevaba a las puertas de la Iglesia
de San Jorge, dispuesto a echar a cualquier gamberro lo suficientemente
osado como para invadir el templo. A pesar de cargar con más de setenta años
a sus espaldas y de ser flaco como la muerte, a Saíd le sobraban huevos para
enfrentarse a quien hiciera falta. Una vida curtida por trabajo duro y tiempos
difíciles habían relegado al miedo a una celda blindada en lo más profundo de
su ser.
Saíd entró en la iglesia, que parecía haber cobrado vida de nuevo: las
luces estaban encendidas, los ventiladores giraban en las columnas y el aire se
renovaba después de ocho años. Se puso la mano en el corazón y agachó la
cabeza en señal de respeto. No era la primera vez que entraba en ella. La
última fue en 2005, cuando ayudó al anciano padre Agustín a sacar sus cosas
de la sacristía antes de que la cerraran, tras la muerte del padre Artemio. Un
recuerdo triste.
Desde su posición en la puerta no vio a nadie. Con pasos lentos, se
aventuró hacia el interior, temeroso de que pudiera haber alguien oculto tras
las columnas. Elevó la vista hacia la bóveda policromada donde los santos
nasranis, armados hasta los dientes, sometían a algo que parecía ser la
representación de Iblis, el diablo. Saíd recordó algunos de los nombres con el
que los nasranis, los cristianos, llamaban al demonio: Satán, Satanás,
Lucifer… Muchos nombres diferentes para un solo monstruo maligno.
Exploró las alturas hasta divisar a un hombre y a una mujer en el coro,
concentrados en la pantalla de un ordenador. Su aspecto le tranquilizó, no
parecían maleantes. Juan Antonio notó una mirada taladrándole el cráneo
desde la nave central. Enseguida descubrió al viejo en el piso de abajo, con
una sonrisa bondadosa y humilde pintada en su rostro surcado de arrugas.
Saíd se apresuró a presentarse. A pesar de que sabía que los cristianos eran
menos reticentes que los musulmanes a que gentes de otra fe pisaran sus
templos, quiso dejar claras sus intenciones antes de que pudieran llevarse una
impresión equivocada.
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