Page 25 - La iglesia
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—Buenas tardes. —Su voz conservaba el acento árabe característico de la

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               población musulmana más antigua de Ceuta—. Soy Saíd Hamed, el vecino.
               He visto la iglesia abierta y temí que alguien se hubiera colado dentro, sin
               permiso.
                    Juan Antonio le tranquilizó:

                    —No  se  preocupe,  somos  arquitectos  del  Ayuntamiento.  Estamos  aquí
               para arreglar la iglesia. Ahora bajamos.
                    Saíd esperó. Juan Antonio le estrechó la mano y el viejo se llevó la suya
               inmediatamente después al corazón, siguiendo la costumbre islámica.

                    —Juan  Antonio  Rodero,  arquitecto  técnico  del  Ayuntamiento  —⁠se
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               presentó—.  Maite  Damiano,  mi  jefa.  —⁠Ella  amplió  su  sonrisa  a  modo  de
               saludo, dejando hablar a su compañero⁠—. Así que usted es el señor que vive
               enfrente…
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                    —Sí señor, con mi mujer y mi hijo —explicó.
                    Maite  dejó  el  portátil  en  suspensión  y  lo  cerró,  colocándoselo  bajo  el
               brazo.
                    —Usted debe de ser de los últimos que quedan en el barrio, ¿no?

                    —Ya no queda nadie más, señora —⁠corroboró Saíd⁠—. Hace tiempo que
               vinieron  del  Ayuntamiento  para  decir  que  nos  iban  a  dar  una  casa  cuando
               levanten los bloques nuevos. Yo les dije que muy bien, pero que me quedaría
               en la mía hasta el último momento. Mi hijo y yo vigilamos el barrio: si vemos

               gente rara, o niñatos de esos borracheros con botellón, los echamos.
                    Juan  Antonio  tuvo  que  aguantar  la  risa  a  cuenta  de  lo  de  los  niñatos
               borracheros.
                    —Eso explica el buen estado de la iglesia. Usted la cuida…

                    La mirada cansada de Saíd se posó en los ojos de Juan Antonio.
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                    —Esta  iglesia  parece  que  se  cuida  sola  —sentenció,  categórico⁠—.  En
               ocho años, nadie ha cruzado nunca la verja del jardín. Es como si a la gente le
               diera miedo.
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                    —¿Miedo? —se interesó Juan Antonio—. ¿Y eso?
                    —Aquí murió el padre Artemio. —⁠Saíd pronunció artrimío⁠—. Pobrecito,
               era un buen hombre…
                    —¿Lo conoció usted?

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                    —Claro.  —Saíd  decidió  hacer  gala  de  su  hospitalidad—.  ¿Por  qué  no
               vienen a mi casa y se lo cuento mientras tomamos un té? Mi mujer, Latifa, lo
               hace más mejor que nadie.
                    Los arquitectos intercambiaron una mirada. Seguro que Saíd, que llevaba

               toda una vida viviendo allí, conocía más cosas de la iglesia que cualquier otro




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