Page 29 - La iglesia
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Además, no creo que tengas que estar demasiado en la obra. Con suerte no

               será más que un par de manos de pintura.
                    Juan Antonio mostró su resignación elevando la vista al cielo. La verdad
               es que Fernando Jiménez era un maestro de obras que tocaba todos los palos:
               albañilería, fontanería, carpintería, electricidad, pintura… Y todos los tocaba

               bien.  La  parte  mala  es  que  era  el  típico  animal  forrado  en  bestia  capaz  de
               fumar en un paritorio, blasfemar en el Santo Sepulcro, rebajar una boda gay a
               una  pantomima  de  maricones  o  empalar  antitaurinos  en  los  cuernos  de  un
               miura. Si te lo tomabas demasiado en serio, podías acabar con una úlcera de

               estómago.
                    Cruzaron la calle desierta. La casa de Saíd estaba integrada en el muro de
               un  cuartel  abandonado.  Desde  fuera  tan  solo  se  veía  una  puerta  de  metal
               pintada de azul, custodiada por un par de ventanucos que asemejaban troneras

               de búnker. No había timbre a la vista. Llamaron con los nudillos y Saíd les
               invitó a pasar, pletórico. Un pequeño patio repleto de macetas de hierbabuena
               y  dama  de  noche  servía  de  vestíbulo  a  una  vieja  casa  de  una  sola  planta,
               encalada con un blanco cegador. En la sala de estar les recibió una señora

               gruesa, de edad indefinida y vestida con ropajes amplios. Un sofá lleno de
               cojines de colores y una mesa baja gobernaban la estancia, enfrentados a un
               mueble que soportaba un televisor de veinticinco pulgadas fabricado en algún
               rincón de Asia a principios de los noventa. Latifa acomodó a sus invitados en

               el sofá, junto a Saíd, y desapareció en la cocina para reaparecer portando una
               bandeja  de  alpaca  con  una  tetera  a  juego,  acompañada  de  vasos  de  cristal
               ahumado decorados con leyendas en árabe. Saíd las tradujo:
                    —Aquí dice: «salud y buen provecho».

                    —¿Sabe leer árabe? —le preguntó Maite, sorprendida. La mayoría de los
               musulmanes residentes en Ceuta ni lo leían, ni lo escribían.
                                                                           ⁠
                    —Latifa  me  enseñó  hace  mucho  tiempo  —comentó  Saíd⁠—.  Ella  lo
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               estudió de joven y se empeñó en que lo aprendiera. —Escanció el té elevando
                                                                                                      ⁠
               la tetera en el aire; el sonido del líquido contra la hierbabuena era relajante—.
               ¿Ya terminaron con la iglesia?
                    —Sí —respondió Juan Antonio—. Dentro de poco verán movimiento por
               aquí.

                    Saíd sirvió cuatro tés. Todos agarraron los vasos al estilo moruno, con el
               dedo corazón en el culo y el pulgar en el borde, para no quemarse. El anfitrión
               dio un sorbo muy ruidoso al suyo y Juan Antonio le imitó sin recato. A Maite,
               menos habituada a las costumbres árabes, aquello le pareció muy basto, así

               que esperó a que se enfriase un poco.




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