Page 30 - La iglesia
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—Maravilloso. —Juan Antonio obsequió a Latifa con una mirada de
aprobación, que ella recibió con una sonrisa tímida—. Su marido ya nos dijo
que es usted una maestra en esto.
Latifa musitó un gracias adornado por un acento árabe mucho más
marcado que el de su marido. Saíd sostuvo el té en la mano, admirándolo.
—¿Sabían que el primer té de la tetera es amargo, como la vida? —dijo.
Juan Antonio agradeció la enseñanza simulando un brindis y decidió ir
directo al tema que le interesaba:
—¿Qué le pasó al padre Artemio, Saíd?
Este sustituyó su sonrisa por una expresión circunspecta.
—El padre Artemio y el padre Agustín se hicieron cargo de esa iglesia
desde los años sesenta. Entonces aquí había casas y cuarteles, y el barrio
estaba siempre lleno de chiquillos jugando, soldados de uniforme detrás de las
muchachas, chavales que se reunían en el jardín de la iglesia… —La nostalgia
brilló en los ojos de Saíd—. Esto tenía vida, no como ahora. La gente venía a
misa el sábado por la tarde y los domingos por la mañana. El aparcamiento
estaba siempre lleno de coches, y aquí al lado había un par de bares de
raciones que tenían mucha clientela. Eran tiempos mejores.
»El barrio empezó a morirse cuando cerraron los cuarteles en los noventa.
Se daban menos misas, pero la gente seguía viniendo. Todo fue más o menos
normal hasta que el padre Artemio dejó el piso que compartía con el padre
Agustín para mudarse a la iglesia. —Saíd hizo memoria—. Eso sería en 2003,
2004. Dejó de salir a la calle, estaba el día entero en la iglesia. Pasó de dar
cuatro misas por semana a dar solo una, el domingo a mediodía.
»La cara del padre Artemio empeoró. La última vez que le vi parecía más
viejo que el padre Agustín. No dormía. Las luces de la iglesia estaban siempre
encendidas, día y noche —Saíd bajó un poco la voz, adoptando un tono
misterioso—. Y si pegabas la oreja a la puerta, se le oía rezar…, o hablar solo.
A veces gritaba. No quiero ofender a un hombre de Dios, pero yo creo que se
volvió loco.
—Para nada le ofende —le disculpó Maite—. Al contrario, habla usted de
él con cariño.
—Yo les apreciaba mucho. —Corroboró Saíd, que aprovechó la pausa
para rellenar todos los vasos—. Dicen que el segundo té es fuerte como el
amor; está más rico que el primero, ya verán. —Dejó la tetera sobre la mesa y
reanudó su historia—. El padre Agustín, el más viejo, era diferente al padre
Artemio. Él no dormía en la iglesia. Recuerdo que iba al mercado de la calle
Real 90 a comprar fruta al puesto de mi primo y a veces venía aquí a tomar té.
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