Page 18 - La iglesia
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leyendas clásicas como el «lávalo guarro», escritas por dedos anónimos y no

               faltos de razón. Juan Antonio ocupó el asiento del copiloto con celeridad, para
               no detener el tráfico más de lo necesario y evitar la pitada. Ir en coche era
               innecesario: la Iglesia de San Jorge se encontraba a quince minutos a pie, pero
               la arquitecta municipal pertenecía a esa fauna que coge el coche hasta para

               cruzar  de  acera.  Para  reforzar  este  vicio,  Dios  la  había  dotado  con  el
               milagroso don de encontrar sitio a la primera, normalmente en la puerta de su
               destino y sin importar que fuera hora punta.
                    —El  Consejero  de  Fomento  iba  a  venir,  pero  al  final  se  ha  rajado

                  ⁠
                                                                                                 ⁠
               —explicó Maite, metiendo primera y enfilando la calle Serrano Orive—. Las
               llaves  están  en  la  guantera,  ya  verás  qué  hermosura.  Última  tecnología  en
               puertas de seguridad.
                    Juan Antonio la abrió y recogió el llavero. Aquello parecía el atrezo de

               una obra de teatro medieval. Una llave de cerca de veinte centímetros de largo
               capitaneaba a otras tres, todas muy antiguas pero bien conservadas, sin rastro
               de óxido y atravesadas por un aro que podría servir para engrilletar a King
               Kong.

                    —¡Qué  maravilla!  —opinó  el  aparejador,  que  solía  caer  rendido  ante
                                                                          ⁠
               cualquier antigualla por muy horrorosa que fuera—. ¡Joder, cómo pesa! Lo
               menos medio kilo.
                    Maite  asintió,  divertida.  La  arquitecta  municipal  rondaba  los  cincuenta,

               estaba  entrada  en  carnes  sin  llegar  a  estar  gorda  y  usaba  siempre  vestidos
               amplios que, más que vestidos, eran sayones. Maite Damiano era famosa en
               Ceuta por su sentido del humor inteligente y por su gusto por la buena charla,
               mejor si iba acompañada de una copa en alguna terraza de la ciudad. Tenía el

               pelo rizado teñido de rojo oscuro y un rostro más gracioso que hermoso, con
               una nariz que ella misma definía como ceporrona, acepción cuyo significado
               nadie conocía con exactitud. En lo profesional, superaba en todo al resto de
               sus compañeros, a los que había batido en las oposiciones sin piedad, según

               ella, arrastrando tres hándicaps: «Ser mujer, lesbiana y roja», como le gustaba
               definirse. A pesar de que el Partido Popular gobernaba en Ceuta legislatura
               tras legislatura, nadie cuestionó jamás su puesto. Todo el mundo estaba de
               acuerdo en que Maite Damiano era la más cualificada para el cargo.

                    —¿Y los curas? —preguntó Juan Antonio⁠—. ¿Ya han venido?
                    —El párroco aún no. Su ayudante llegó la semana pasada, un curita joven
               con pinta de friki. Debe de estar recién salido del seminario. Un tío muy salao
                  ⁠
               —apostilló.
                    —¿Va a venir ahora?




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