Page 40 - La iglesia
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—Nuestro  piso  está  en  el  24  de  este  paseo,  un  poco  más  adelante

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               —anunció el padre Félix—. El salón da al Estrecho, así que si te gusta esto,
               espera  a  asomarte  al  balcón.  Tenemos  vistas  privilegiadas  al  Parque
               Marítimo; es como tener el Caribe debajo de casa.
                    El  padre  Félix  accionó  el  intermitente  derecho,  tomó  una  callejuela  y

               condujo hasta la parte trasera del edificio. La puerta del garaje se elevó con un
               gemido perezoso. Aparcó el Clio en una plaza rodeada de columnas malvadas
               que lucían, a modo de cicatrices de guerra, restos de pintura y desconchones
               dejados  por  sus  víctimas,  además  de  alguna  que  otra  huella  de  zapato,

               venganza  fútil  de  conductores  exacerbados  que  las  pateaban  sin  piedad
               mientras  calculaban  la  factura  del  taller.  Sacaron  las  maletas  y  tomaron  el
               ascensor. Tercer piso.
                    —Bienvenido a casa —dijo Félix, abriendo la puerta blindada y cediendo

               el paso a Ernesto.
                    El salón era amplio, sin lujos pero sin miserias. Al fondo, una mesa de
               comedor y un aparador dividían la estancia en dos. Más cercano a la puerta,
               un sofá situado frente a un televisor colocado en un mueble dotado de vitrina,

               baldas y cajones delimitaba la zona de sala de estar. Lo mejor de la estancia
               era el balcón que el padre Félix había mencionado en el coche. Ernesto se
               asomó al exterior. La vista era formidable: desde allí se dominaba la costa
               peninsular, presidida por el Peñón de Gibraltar, con el Estrecho a sus pies,

               flanqueado por las montañas que separan el territorio español de Marruecos.
               El puerto, con su ir y venir de barcos, parecía al alcance de la mano. Aún más
               cerca, los jardines y lagos artificiales del Parque Marítimo rezumaban verdor
               y belleza. En verano era un hervidero de bañistas. Félix sacó a Ernesto de su

               trance contemplativo.
                    —¿A que es impresionante? Ven a ver el resto del piso.
                    La cocina, a pesar de no ser demasiado grande, estaba dotada de todos los
               electrodomésticos necesarios, además de disponer de un espacio dedicado a

               lavadero que daba a un ojo de patio interior. Todo parecía nuevo.
                    —La Diócesis compró este piso hace seis meses a un matrimonio mayor,
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               sin hijos —explicó Félix—. Lo tenían muy bien cuidado; de hecho, casi todos
               los muebles que tenemos eran suyos, y fíjate que parecen recién salidos de
               fábrica. Vamos a ver las habitaciones.
                    Félix  se  había  tomado  la  libertad  de  transformar  uno  de  los  tres
               dormitorios en lo que él llamaba un cuarto de estudio. Había instalado dos
               mesas amplias pegadas a la pared y las había complementado con un par de







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