Page 74 - La iglesia
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el párroco era que un capillita baboso y enchaquetado anduviese metiendo las

               narices en su parroquia.
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                    —Al  menos  podría  garantizarnos  un  buen  puñado  de  fieles  —pensó  en
               voz alta el padre Félix.
                    Ernesto le lanzó una mirada tan fugaz como furiosa, aunque Félix no la

               captó. Solo faltaba que su ayudante se posicionara a favor de Perea.
                    —No quiero sonar irrespetuoso —⁠comenzó a decir Juan Antonio⁠—. ¿Pero
               hay gente capaz de adorar a esa talla tan horrorosa?
                    Perea alzó sus escobas y dibujó una sonrisa condescendiente.

                                                                                                 ⁠
                    —¿Conocen ustedes el paso sevillano al que llaman La Canina? —Por sus
               caras, ninguno de los tres tenía ni idea de lo que hablaba el director de Caja
               Centro⁠—. Es un esqueleto que representa a la Muerte sentada sobre una bola
               del  Mundo;  la  Muerte,  vencida  por  Nuestro  Señor  Jesucristo  con  su
                                  ⁠
               resurrección. —Se echó a reír⁠—. Le aseguro que es aún más siniestro que el
               Cristo que hay en esa cripta, y tiene su hermandad que lo cuida, costaleros
               que lo procesionan y devotos que hasta le gritan «¡guapa!». ¿Quiénes somos
               nosotros para despojar al pueblo de imágenes capaces de inspirar su fe?

                    Ernesto interpretó esta última frase como: «¿Quién coño se cree que es
               usted,  matemático  de  mierda,  para  que  los  frikis  de  la  Semana  Santa  no
               disfrutemos de la talla que guarda en su iglesia, aunque sea más fea que el
               aborto de un wendigo?». A pesar de que Perea empezaba a caerle gordo, no

               tuvo ganas suficientes ni argumentos potentes para discutirle, así que decidió
               ganar tiempo y dejar que el ardor del descubrimiento se enfriase un poco.
                    —Antes de echar las campanas al vuelo, déjenos hablar con el vicario. Me
               gustaría  consultar  los  archivos  diocesanos,  tal  vez  se  mencione  en  ellos  a

               Ignacio de Guzmán o a la propia escultura. Hasta que no tengamos la certeza
               de que fue él quien la talló, mejor mantener esto en secreto. Le estoy pidiendo
               discreción. ¿Cuento con ello?
                    Manolo Perea se sintió obligado a asentir, aunque se moría de ganas por

               compartir el hallazgo con sus colegas de afición. En ese momento, se sentía la
               versión cofrade de Indiana Jones.
                    —Le pido un último favor, ¿podría echarle otro vistazo?
                    Ernesto accedió de mala gana, pero accedió. Justo cuando todos entraban

               de nuevo en la iglesia, el móvil de Juan Antonio entonó su melodía.
                    —Ahora  voy  —se  disculpó,  comprobando  que  en  pantalla  aparecía  un
               número no identificado; Marisol, inmersa en su mundo, seguía jugando entre
                                                                                  ⁠
               las marañas del jardín. El aparejador pulsó el botón verde—. ¿Dígame?






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