Page 75 - La iglesia
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Al  otro  lado,  un  sollozo  entrecortado  de  mujer  le  aceleró  el  corazón  y

               puso sus nervios a flor de piel.
                    —¿¡Sí!? —casi gritó, alarmado.
                    —Juan Antonio, soy Leire…
                    Estuvo a punto de soltar un suspiro de alivio al comprobar que no era su

               mujer la que lloriqueaba al otro lado de la línea.
                    —¿Leire? ¿Qué te pasa, por qué lloras?
                    —Se trata de Maite, Juan Antonio…
                    —¿Maite? ¿Qué ha pasado?

                    —Está en coma —soltó Leire, sin anestesia.
                    —¿¡Qué dices!?
                    —Yo…, yo estaba en la cocina…, y ella…, ella ha saltado por el balcón
                                         ⁠
               de su dormitorio… —Leire rompió a llorar sin consuelo⁠—. Juan Antonio, ha
               venido  la  policía  y  estoy  muy  asustada.  Perdóname,  pero  no  sabía  a  quién
               llamar.
                    —No hay nada que perdonar, has hecho bien. ¿Dónde estás ahora?
                    —En el Hospital Universitario.

                    —Dejo a mi hija en casa y voy para allá. Tranquila, todo se va a aclarar,
               ¿de acuerdo?
                    Juan  Antonio  colgó.  Su  cara  estaba  pálida,  como  la  de  un  cadáver.
               Marisol, respondiendo a un sexto sentido infantil, interrumpió sus juegos y

               corrió  junto  a  él.  El  arquitecto  técnico  la  cogió  de  la  mano  y  entró  en  la
               iglesia. Los sacerdotes y Perea estaban a punto de bajar a la cripta. Al ver su
               cara, enseguida adivinaron que algo no iba bien. El aparejador no esperó a
               que ellos le preguntaran qué había pasado.

                    —Maite Damiano, la arquitecta municipal, ha sufrido un accidente. —⁠Sin
               saber  por  qué,  ocultó  la  verdad;  Leire  había  dicho  claramente  que  había
                                       ⁠
               saltado por el balcón—. Voy para allá.
                    —¿Quieres que te acompañe? —⁠se ofreció el padre Ernesto.

                    —No hace falta, gracias.
                    —Mantenme al tanto, ¿vale?
                    —Sí —respondió Juan Antonio—. Vamos, cariño, papá tiene prisa.
                    —¿Ha pasado algo, papi?

                    —Una compañera, que se ha hecho daño y está en el hospital. Nada grave,
               cielo.
                    —¿Vamos a ir a verla?
                    —Yo sí. A ti te dejaré en casa.







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