Page 80 - La iglesia
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El  doctor  Fernández  desapareció  por  un  pasillo,  dejándoles  solos.  Juan

               Antonio,  la  presidenta  y  su  séquito  abandonaron  Urgencias  por  una  puerta
               lateral  que  daba  a  la  calle,  seguidos  por  el  policía,  que  caminaba  a  varios
               metros detrás de ellos como un fantasma. Maribel Cardona se acercó a Leire
               para ofrecerle palabras de apoyo y consuelo. La madre de Leire le ofreció un

               cigarrillo. El cielo ya pintaba oscuro. En pocos minutos, sería de noche.
                    —Nosotros  nos  vamos  —anunció  Maribel  a  Juan  Antonio  una  vez  se
               despidió de las mujeres⁠—. ¿Necesitas que te acerquemos al centro?
                    —No, gracias, he traído coche.

                                                                              ⁠
                    —Si te enteras de algo más, llámame, por favor —le pidió.
                    —Dalo por hecho.
                    Maribel Cardona se dirigió al coche acompañada por Rogelio Martínez y
               José Luis Grajal. El policía se alejó un poco y se apoyó en un Citroën Xsara

               que no lucía ninguna marca que le identificara como perteneciente al Cuerpo
               Nacional de Policía. Un coche camuflado. Juan Antonio le lanzó una mirada
               de reojo mientras regresaba junto a Leire Beldas y su madre. El policía fingió
               no ver la mirada, pero estaba claro que acechaba como un búho en una rama.

               El aparejador estaba convencido de que en cuanto se alejara de Leire el tipo
               caería sobre él como un stuka.
                    —Leire, ¿quieres que me quede contigo hasta que lleguen los padres de
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               Maite? —le propuso Juan Antonio.
                    Esther  lanzó  una  ruidosa  bocanada  de  humo,  incapaz  de  disimular  su
               desagrado.  Centró  su  mirada  en  la  punta  incandescente  del  cigarrillo.  Para
               ella,  encontrarse  con  los  padres  de  Maite  era  otro  motivo  de  incomodidad.
               Falsos suegros lésbicos, menudo marrón.

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                    —No, por favor, vete a casa —rogó Leire; luego disimuló una mirada por
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               encima del hombro del aparejador—. Mira, ese es el policía que me interrogó
               antes…
                    —Le tengo controlado. Bueno, sería más correcto decir que nos tenemos

               controlados  el  uno  al  otro.  Me  coserá  a  preguntas  en  cuanto  me  pille  por
               banda, como a ti.
                    —Vete a casa —insistió ella, acariciándole el rostro con la yema de los
               dedos.

                    El  tacto  de  la  mujer  le  provocó  a  Juan  Antonio  un  leve  y  placentero
               escalofrío. Adoraba a su esposa, pero hubiera dado cualquier cosa por besar a
               aquella belleza allí mismo. La culpabilidad llamó a su puerta.
                    —Si  me  necesitas  dame  un  toque,  ¿de  acuerdo?  Sea  la  hora  que  sea.
                  ⁠
               —Leire asintió, dedicándole una sonrisa angelical de agradecimiento. Él se




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