Page 85 - La iglesia
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La enfermera esbozó una sonrisa de complicidad.
—¿Qué fue lo que se le olvidó? —preguntó, curiosa.
—Cosas de la policía, lo siento —se disculpó Hidalgo, enarbolando su
mejor sonrisa.
—Espere aquí. Hablaré con la doctora Milán.
La enfermera regresó dos minutos después, acompañada de una doctora
de unos cincuenta años, gafas metálicas y sonrisa cansada. La joven le lanzó
un guiño furtivo a Hidalgo, que este fingió no ver.
—Pase por aquí —le invitó la doctora Milán, abriendo la puerta y
llevándole hasta un habitáculo previo a la UCI repleto de cajas de medicinas y
demás material médico; le tendió una bata verde, un gorro de plástico, unos
guantes y unas fundas para los zapatos—. Tendrá que disfrazarse para entrar
—bromeó.
Hidalgo obedeció. Ella fue discreta y no hizo preguntas, limitándose a
darle instrucciones de cómo ponerse cada prenda. Una vez que el policía
pareció listo para operar a corazón abierto, la doctora Milán le señaló el
último de los boxes.
—Es el que está junto a la pared del fondo, a la derecha. No se entretenga
mucho.
El inspector se sintió aliviado al comprobar que la doctora daba media
vuelta y le dejaba solo en la UCI, con la única compañía de los tres o cuatro
pacientes que dormitaban, sedados, en boxes flanqueados por biombos.
Encontró a Maite Damiano tendida boca arriba en la cama, intubada, con un
rostro que no tenía nada que ver con la expresión desencajada que vio por
primera vez, cuando la encontraron empotrada en el techo del coche. Ahora,
sus facciones reflejaban la paz de la inconsciencia. La cama estaba rodeada de
aparatos de todo tipo, a cual más indescifrable. Junto a la cabecera, un soporte
metálico sostenía una bolsa de suero que se conectaba con la vía que Maite
tenía en el brazo.
Hidalgo inspiró con fuerza, cerró los ojos y agarró la mano de Maite
Damiano.
La visión aterradora de un infierno rojo y purulento le asaltó a traición.
Lamentos, gritos, olores nauseabundos, chasquidos extraños, rugidos… A
pesar de lo surrealista del paisaje en el que se sentía inmerso, las sensaciones
eran mucho más reales que de costumbre. De la masa informe y sanguinolenta
de la pared brotaron cientos de crucifijos que comenzaron a girar como
hélices, para detenerse de repente quedando todos boca abajo. Cayeron a
plomo, precipitándose en el légamo que hacía las veces de suelo, hundiéndose
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