Page 86 - La iglesia
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en él con lentitud agónica, como terrones de azúcar engullidos por la espuma

               voraz de un capuchino.
                    Era la primera vez que Jorge Hidalgo veía algo así al sumergirse en la
               mente de alguien, y eso que lo había hecho innumerables veces a lo largo de
               su  vida.  Aquello  era  la  visión  dantesca  del  averno  a  través  de  los  ojos

               torturados de un alma en pena.
                    Y  de  pronto,  un  rostro  esquelético  y  barbudo  que  parecía  esculpido  en
               cera hirviente, impactó en su razón con el ímpetu de un ariete. La boca de
               aquel espectro, de dientes aterradores, se aproximó a su rostro hasta quedar a

               dos centímetros de su nariz. A pesar de ser consciente de que aquello no era
               real, Hidalgo abrió los ojos, soltó la mano de la arquitecta y reculó un par de
               pasos.
                    Una vez más, estaba de vuelta a este lado del mundo real. Después de lo

               que acababa de ver, el decorado de la UCI, repleto de máquinas, monitores,
               cables y tubos le pareció el mejor paisaje del mundo. Desanduvo el camino
               hacia  la  salida.  Allí,  junto  a  la  puerta,  esperaba  la  joven  enfermera  que  le
               había ayudado a colarse.

                    —¿Ha  terminado?  —le  preguntó  a  Hidalgo;  él  asintió⁠—.  Pues  deme  la
               ropa. No querrá salir así a la calle, ¿verdad?
                    Hidalgo negó con la cabeza y empezó a quitarse los guantes.
                    —Parece asustado —observó ella—. ¿Ha visto algo raro en la paciente?

                    «Se caería de culo si se lo cuento», pensó Hidalgo.
                    —No, todo estaba normal. —Se deshizo de las calzas, del gorro y la bata;
               la  enfermera  los  recogió  y  él  encontró  una  excusa  para  justificar  su  mala
                    ⁠
               cara—.  No  se  lo  diga  a  nadie,  pero  soy  el  típico  cagón  de  hospital.  Este
               ambiente me produce mareos…
                    Ella soltó una risita alegre. Era una monada.
                    Cinco minutos después, Hidalgo abandonó el hospital. Había refrescado.
               No vio a Leire ni a su madre en el exterior; lo más probable es que hubieran

               ido a la cafetería a tomar algo. Respiró una bocanada de aire nocturno con el
               ansia de quien emerge del mar tras una larga inmersión. A su izquierda, el
               alumbrado del barrio del Príncipe daba color al cielo oscuro. Caminando muy
               despacio, disfrutando de la noche, se metió en el Citroën Xsara.

                    A lo largo de una década en el Cuerpo Nacional de Policía, Jorge Hidalgo
               había resuelto más casos que el resto de sus compañeros de promoción. Sus
               superiores  le  consideraban  poseedor  de  una  intuición  fuera  de  lo  común.
               Nunca llegaron a sospechar que había algo más.







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