Page 76 - La iglesia
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Salieron  al  exterior  y  se  encaminaron  al  coche.  Mientras  Juan  Antonio

               anclaba a Marisol al asiento de seguridad, esta dijo:
                    —Si tu amiga está en el hospital, a lo mejor se muere.
                    Juan Antonio sintió un escalofrío. A pesar de su inocencia, las palabras
               sonaban a profecía.

                    —Marisol, no digas eso. Solo ha sido una caída sin importancia…
                    —La gente se muere en el hospital. Se los lleva Jesusito.
                    —Esta vez no —gruñó Juan Antonio, sentándose al volante y poniendo el
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               coche en marcha—. Jesusito tendrá que esperar a Maite un poco más.
                    En la cripta, Manolo Perea, demasiado absorto con la talla para acordarse
               siquiera de la desgracia de Maite Damiano, insistía en hacer fotos al Cristo
               con  su  smartphone.  El  padre  Ernesto,  deseoso  de  perderle  de  vista  cuanto
               antes, le permitió hacerlas.
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                    —Solo para su uso particular —le advirtió⁠—. No se las enseñe a nadie.
                    —Le doy mi palabra, padre —⁠prometió Perea.
                    Fuera de la cripta, con la mirada perdida en el altar mayor, el padre Félix
               no podía quitarse de la cabeza la imagen monstruosa de aquel Jesús extraño.

               A pesar de que su razón le dictaba lo contrario, la talla le daba miedo. La
               cripta le daba miedo. La colección de crucifijos le daba miedo.
                    Toda la iglesia en sí, comenzaba a darle miedo.
                    Mucho miedo.










               Después de dejar a Marisol en casa, Juan Antonio condujo hasta el Hospital
               Universitario con más prisa e imprudencia de la debida, lo que le valió un par
               de pitadas bien merecidas a la altura del barrio de La Almadraba. Por suerte
               para los puntos de su carné, no se cruzó con ningún policía local ni con la

               Guardia Civil. A esa hora de la tarde no le fue difícil encontrar aparcamiento
               en la zona de Urgencias. Al bajar del coche, divisó a Leire Beldas a pocos
               metros de la puerta, apoyada contra la pared, con la melena rubia derrotada
               sobre  su  cara.  A  su  lado,  una  sesentona  delgada  y  bien  vestida  parecía

               dedicarle palabras de consuelo en voz baja. Cuando Leire vio venir a Juan
               Antonio, trotó a su encuentro y se abrazó a él, llorando a lágrima viva. No es
               que  tuviera  demasiada  confianza  con  el  aparejador,  pero  en  ese  momento
               sintió que era la persona con la que necesitaba desahogarse. Sorprendido y







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