Page 71 - La iglesia
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—Papá, espera. ¿Puedo darle un beso a Jesusito?

                    Juan Antonio la miró, extrañado.
                    —¿Un beso? —Estuvo a punto de añadir: «¿a esa cosa?».
                    —Sí, pobrecito, mírale…, parece que le duele mucho.
                    Juan Antonio contempló al Crucificado. Por mucho que intentara entender

               la  escultura,  le  parecía  espantosa.  Lo  normal  sería  que  un  chiquillo  saliera
               llorando de la cripta nada más verla; su hija, sin embargo, sentía lástima por
               algo que podría ser la atracción estrella del Pasaje del Terror.
                    —¿Puede? —le preguntó el aparejador al padre Ernesto.

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                    —No veo por qué no. —Él mismo aupó a la niña en brazos—. Venga,
               dale un beso a Jesusito. Seguro que te lo agradece.
                    Marisol  aproximó  los  labios  a  los  clavos  que  taladraban  el  empeine
               huesudo y sanguinolento de la talla. La recreación de la sangre era real hasta

               lo mareante. La niña besó la herida con lentitud, con los ojos cerrados. Bajo la
               luz  danzante  de  los  cirios,  aquel  beso  inocente  se  tornó  obsceno  en  el
               subconsciente del padre Ernesto. Durante un segundo, fue como presenciar
               algún tipo de ritual vampírico. Su raciocinio rechazó aquella idea estúpida y

               se estremeció ante la abominable asociación de ideas que acababa de tener.
               Ernesto se  sintió  sucio.  «¡Por  Dios,  es solo  una  niña  pequeña  besando  una
               imagen de Jesús!».
                    —¿Me baja ya, padre?

                    Ernesto depositó a Marisol en el suelo, y esta volvió a agarrarse a la mano
               de su padre. El sacerdote se preguntó si Juan Antonio habría captado su breve
               momento de turbación. Una sonrisa de agradecimiento del arquitecto técnico
               desvaneció sus temores, pero no la vergüenza que sentía de sí mismo.

                    Todos  se  reunieron  de  nuevo  en  el  exterior  de  la  iglesia.  Marisol
               aprovechó para corretear a sus anchas por los jardines asilvestrados, mientras
               los adultos se congregaban alrededor de la tablet.
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                    —¡Papá, tenemos que traer un día aquí a Ramón! —gritó la niña.
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                    —¡Claro  que  sí!  —respondió  su  padre—.  Ramón  es  nuestro  perro
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               —explicó a los presentes; abrió Google en la tablet—. ¿Cómo se llamaba el
               presunto culpable de la talla?
                    —Escribe  «Ignacio  de  Guzmán»  junto  con  «Ruiz  Gijón»  y  acotarás  la

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               búsqueda —sugirió Perea.
                    La página del buscador fue sustituida por la típica lista de resultados.
                    —Ahí está —señaló Félix.
                    —Ignacio de Guzmán, historia y leyenda —⁠recitó Juan Antonio a la vez

               que pulsaba la entrada.




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