Page 66 - La iglesia
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Con Marisol acomodada en la silla de seguridad del asiento trasero de su

               Toyota  Avensis,  Juan  Antonio  recogió  en  la  Plaza  de  los  Reyes  a  Manolo
               Perea. Sevillano de nacimiento, Perea llevaba en Ceuta desde que Caja Centro
               le  ofreciera,  siete  años  atrás,  el  puesto  de  director  de  la  sucursal  que
               inauguraron en pleno Paseo del Revellín, la arteria comercial de la ciudad.

               Esa tarde de viernes, Juan Antonio no había recurrido a Manolo Perea por sus
               conocimientos financieros, sino por otros motivos.
                    —Gracias por venir. —Juan Antonio estrechó la mano de Perea mientras
               este ocupaba el asiento del copiloto y cruzaba el cinturón de seguridad por

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               encima  de  su  abultado  estómago—.  Espero  no  haberte  causado  mucho
               trastorno…
                    —¡Quita,  quita!  No  sabes  la  ilusión  que  me  hace  formar  parte  de  este
               descubrimiento.  Soy  yo  quien  tiene  que  dártelas  a  ti.  —⁠Se  giró  hacia
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               Marisol—. ¡Anda, pero mira a quien tenemos aquí! ¿Esta señorita tan guapa
               es tu hija?
                    —Sí, es Marisol, la pequeñaja. Tengo otro de catorce, Carlos.
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                    —¡Más guapa que la Marisol de las películas! —sentenció Perea—. Yo
               soy Manolo.
                    —Yo Marisol, y tengo seis años —⁠informó ella, con ese afán obsesivo de
               los críos por revelar su edad a todo bicho viviente.
                    —¡Qué  mayor!  —exclamó  Perea;  a  continuación  se  dirigió  a  Juan
                                                                                                      ⁠
               Antonio, que en ese momento ponía el intermitente para salir del centro—.
               Me encantan los críos, tengo cuatro.
                    —Toda una tribu, para los tiempos que corren.
                    —No  hay  nada  mejor  que  la  familia.  Lástima  que  ese  valor  se  esté

               perdiendo…
                    Hasta esa tarde, Juan Antonio tan solo había hablado con Manolo Perea en
               dos ocasiones. Ambos compartían un par de amigos comunes y se limitaban
               al típico hola y adiós. Sin embargo, el aparejador no había dudado en acudir a

               él después de la llamada del padre Félix. Si alguien en Ceuta podía dar pistas
               certeras sobre lo que había en el interior de la cripta, ese era Manolo Perea.
                    Perea  rondaba  los  cuarenta,  aunque  aparentaba  algunos  más.  Era  alto  y
               corpulento, poseedor de un rostro grande de mejillas rellenas, papada caída, y

               una de esas bocas carnosas de labios brillantes que dan la impresión de babear
               todo el tiempo. Los ojos, dos rendijas negras que hacían imposible adivinar su
               color, estaban techados por dos cejas hirsutas a lo Leónidas Brézhnev, muy a
               juego  con  su  cabello  negro,  repeinado  hacia  atrás  en  una  melenilla

               engominada. Su atuendo, que más que atuendo era uniforme, consistía en un




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