Page 62 - La iglesia
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los mortales, y para él no había duda alguna de que aquella cripta había sido

               campo de batalla del bien contra el mal. Y el mal, en ocasiones, es capaz de
               impregnar hasta las piedras.
                    Ernesto dejó la linterna en el suelo y retiró la sábana de un tirón. Cuando
               esta desveló lo que ocultaba, Félix dio unos pasos hacia atrás, acobardado.
                                                            ⁠
                    —Esto sí que no me lo esperaba —susurró Ernesto, boquiabierto.
                    Félix  se  santiguó  y  retrocedió  un  poco  más.  Las  miradas  de  ambos
               sacerdotes se cruzaron en las tinieblas de la cripta.
                    —Esto tiene que verlo alguien que entienda —⁠decidió Ernesto⁠—. ¿Juan

               Antonio Rodero?
                    El padre Félix dio media vuelta, sacó su móvil y trotó escaleras arriba.
                    —Voy a llamarle ahora mismo —⁠dijo, aliviado de abandonar la cripta.
                    El párroco le siguió, y los fluorescentes le cegaron durante unos instantes.

               Vio  cómo  Félix  miraba  su  teléfono  con  el  ceño  fruncido  y  salía  al  jardín.
               Ernesto  comprobó  en  su  propio  móvil  que  no  había  una  mísera  raya  de
               cobertura  dentro  del  edificio.  En  el  exterior,  encontró  al  joven  sacerdote
               hablando con el aparejador.

                    —Deberías  pasar  por  la  iglesia,  Juan  Antonio,  es  importante.  Hemos
               descubierto  una  cripta  secreta  bajo  el  crucero,  y  dentro  hay  algo  que  nos
               gustaría que vieras…
                    Ernesto contempló el cielo de la tarde. No se oía un ruido, ni un canto de

               pájaro, ni siquiera el rumor del viento.
                    Parecía  como  si  las  fauces  negras  de  la  cripta  se  hubieran  tragado  la
               realidad.









               —¡Saíd, ven, corre!

                    Saíd, que hacía la digestión medio adormilado en el sofá junto a su hijo
               Dris,  recibió  la  llamada  de  su  esposa  con  cara  de  resignación.  El  joven  le
               palmeó el hombro.
                    —Venga, viejo, que te llama la jefa —⁠le pinchó.

                    Saíd emitió un suspiro cansado y se encogió de hombros.
                    —¡Qué tiempos estos! —rezongó—. Si mi padre saliera de la tumba, se
               volvía corriendo al cementerio de Sidi Embarek. ¡Las mujeres de ahora no te
               dejan ni reposar la comida!







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