Page 57 - La iglesia
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antiguo. Uno de ellos blandía una linterna de pilas moribundas que apenas era

               capaz de emitir un mortecino resplandor de fuego fatuo. El otro portaba un
               candelabro  de  plata  con  una  vela  que  dibujaba  una  esfera  iridiscente  por
               encima de su cabeza. Por lo visto, ninguno de ellos se atrevía a deshacer el
               extraño amarre que sujetaba las viejas puertas. Maite no dudó en impulsarse

               de  nuevo  con  sus  pies  capaces  de  nadar  en  el  aire  y  atravesó  las  puertas
               cerradas. Sería la primera en descubrir el misterio que se ocultaba detrás de
               ellas.
                    Fue entonces cuando el mejor sueño de Maite se transformó, en menos de

               una  milésima  de  segundo,  en  la  peor  de  las  pesadillas.  La  arquitecta  no
               reconoció paredes, ni muebles, ni ningún otro objeto perteneciente al mundo
               real. Todo se tiñó de una fosforescencia negra y roja, en un babeante entorno
               de lava pastosa que se derretía a su alrededor, donde cientos de voces distintas

               la ensordecían con lamentos de dolor y sufrimiento. Los muros formaban a
               sus pies charcos de algo que parecía sangre coagulada, y del techo goteaba
               fuego  líquido  que  salpicaba  el  suelo  en  estallidos  incandescentes.  Las
               imágenes  que  a  veces  se  proyectaban  en  el  interior  de  sus  párpados  en  su

               drogado  duermevela  cobraron  vida,  acercándose  a  un  palmo  de  ella  y
               abriendo junto a su cara unas bocas carentes de dientes que parecían proferir
               un angustioso grito eterno.
                    Maite  se  dio  la  vuelta,  pero  no  había  escapatoria  posible.  La  puerta  de

               madera había desaparecido. Sus pies, que hasta hacía solo un momento eran
               capaces  de  levitar,  se  hundían  ahora  hasta  los  tobillos  en  una  nauseabunda
               mezcla  de  sangre  y  lodo.  Al  fondo  de  aquel  infierno,  Maite  distinguió  la
               imagen  de  un  Cristo  crucificado  emergiendo  desde  lo  más  profundo  de  la

               oscuridad, clavado en su cruz de madera. De repente, aquel Cristo comenzó a
               forcejear con una violencia espasmódica, hasta desgarrarse las palmas de las
               manos  y  conseguir  liberarlas  del  madero.  Para  horror  de  Maite,  sangre  y
               trozos de piel saltaron en todas direcciones. Libre de sus clavos, la imagen de

               aquello que parecía ser el Hijo de Dios cayó de bruces, quedando apoyado tan
               solo por unos brazos ensangrentados que eran todo hueso, músculo, venas y
               tendones. Después de un pataleo en el que sus empeines se abrieron en canal,
               el crucificado quedó, por fin, libre de la cruz. Esta, vacía y ensangrentada, era

               testigo mudo e inerte de la aberrante escena que se desarrollaba a su sombra.
               A cuatro patas, como un perro rabioso sobre un charco de inmundicia, aquello
               que  asemejaba  ser  Jesucristo  enfocó  hacia  Maite  unos  ojos  en  blanco  que
               parecían  poder  verla  a  pesar  de  carecer  de  iris  y  pupila.  Las  heridas

               producidas por los latigazos y la corona de espinas comenzaron a supurar con




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