Page 54 - La iglesia
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A pesar de su impaciencia por comenzar a clasificar aquel fárrago de
objetos incatalogables, el sentido común les dictó que lo más inteligente sería
posponerlo hasta que comenzaran las obras de pintura. Tras convencerse el
uno al otro de que no había prisa, Ernesto decidió que era hora de ir a comer.
Fue justo al formular ese pensamiento en voz alta cuando uno de los
montones de objetos apilados contra la pared que daba al ábside del templo
cayó al suelo, en forma de un estrepitoso alud de cachivaches. Dieron un
respingo, evitando un pesado cirial labrado en plata que rodó hasta sus pies,
mientras que una de las cajas de cartón se abría para vomitar una variopinta
colección de estampas, rosarios y demás baratijas de temática religiosa. Félix
dirigió una mirada nerviosa a Ernesto.
—Qué susto me he llevado. Eso son los djinn que mencionó antes el padre
Alfredo, que se han cabreado contigo…
—Habría algo mal apoyado —rezongó Ernesto entre dientes, recogiendo
las bagatelas sacras y devolviéndolas a la caja—. Antes anduvimos
removiendo esas cosas.
Félix recogió el cirial del suelo y lo arrimó a la pared forrada de madera
oscura que el alud había dejado al descubierto. Al acercarse al muro, reparó
en un compartimento entreabierto de medio metro de altura por unos treinta
centímetros de ancho. El batiente de madera abisagrado a él encajaba a la
perfección en el hueco; de haber estado cerrado, habría sido muy difícil que el
sacerdote lo viera. Félix apartó objetos y cajas hasta dejar diáfano el espacio
que rodeaba la compuerta.
—Ven a ver esto.
Ernesto se asomó por encima del hombro de Félix.
—¿Qué quieres que vea? ¿Ese armarito empotrado en la pared?
Félix se giró hacia él con el ceño fruncido.
—¡Esto no es un armarito! —protestó, enfadado—. Parece un
compartimento secreto. Aquí dentro debe de haber algo —supuso.
El sacerdote tiró de la hoja de madera, y esta rechinó contra el suelo como
si se resistiera a ser abierta. Lejos de darse por vencido, insistió hasta que la
puerta cedió del todo.
—¡Madre del amor hermoso! —exclamó—. ¿Para qué servirá esto?
Dentro del compartimento había una palanca de aspecto vetusto forjada en
algo que parecía ser hierro pavonado, alojada sobre unos extraños
mecanismos que desaparecían en el muro. A pesar de su antigüedad, no
encontraron ni rastro de óxido. Ernesto se puso en cuclillas junto a Félix y se
atrevió a tocarla; sus dedos se impregnaron de una sustancia resbaladiza que
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