Page 50 - La iglesia
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                    —Eso  está  bien  —celebró  el  aparejador—.  ¿Estáis  en  tu  casa  o  en  la
               suya?
                    —En la suya.
                    —¿Puedo  pasar  a  dejarte  unos  papeles  para  que  los  firme  cuando  se
               despierte?

                    —Claro que sí, pásate cuando quieras. No nos moveremos de aquí.
                    Juan  Antonio  miró  su  reloj.  Faltaban  unos  minutos  para  las  doce  del
               mediodía.
                    —Pues en un rato estaré allí. Hasta ahora. —⁠Colgó.

                    Leire dejó el móvil de Maite sobre la mesa de la sala de estar y se dirigió
               al  dormitorio  de  su  amiga.  Dormía.  Con  los  ojos  cerrados  y  las  facciones
               redondas dulcificadas por el sueño, parecía una niña grande. Leire no pudo
               evitar una sonrisa. No se consideraba pareja de Maite, por mucho que lenguas

               mordaces trataran de crear alrededor de su relación una imagen de estabilidad.
               Se consideraban amigas con derecho a roce y, como buena amiga que era,
               Leire había acudido a su llamada de socorro.
                    Como si un dispositivo de detección de intrusos se activara en su cerebro,

               Maite abrió los ojos para descubrir a Leire sonriéndole al pie de la cama. La
               arquitecta le devolvió una sonrisa cansada. Leire se acercó a la cabecera y le
               acarició el pelo.
                    —Sigue durmiendo. Si llego a saber que ibas a despertarte, no entro.

                    —Ha sido un despertar maravilloso, cielo. ¿Qué hora es?
                    —De aquí a nada pegan el cañonazo. ¿Has tenido pesadillas?
                    Maite negó con la cabeza y le tendió una mano que ella aceptó. Leire era
               la única persona a la que le había contado lo de sus pesadillas. Estas se habían

               vuelto habituales desde el episodio de la fotografía, el pasado lunes. Desde
               entonces,  había  sufrido  noches  interminables  en  las  que  no  era  capaz  de
               diferenciar la vigilia del sueño. Cerraba los ojos en la oscuridad y distinguía
               siluetas  y  rostros  abstractos  de  contornos  cambiantes,  como  amebas,

               proyectándose en el interior de sus párpados. Si los abría, las visiones eran
               aún peores. Más vívidas, más reales.
                    Lo peor de todo es que no podía escapar de ellas. Si encendía la luz de la
               mesita de noche y cerraba los párpados, las monstruosidades cambiantes se

               teñían de rojo e intensificaban su presencia. El mito de que la luz espanta a
               los miedos se había derrumbado como un castillo de arena dentro de sus ojos
               cerrados. Al menos, empastillada hasta las cejas y sabiendo que Leire estaba
               en casa, había conseguido dar alguna que otra cabezada libre de pesadillas.







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