Page 55 - La iglesia
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resultó ser una gruesa capa de grasa que el polvo y los años habían convertido

               en un mejunje de tacto desagradable. El extremo de la palanca parecía esperar
               en silencio a que alguien la accionara. Ernesto la tanteó y esta se movió con
               suavidad,  como  si  acabaran  de  instalarla.  Su  compañero  le  detuvo,
               agarrándole de la muñeca.

                    —¡No la toques! —le reprendió Félix⁠—. ¡Quién sabe para qué será esa
               cosa!
                    Ernesto le miró de reojo, irritado.
                    —Esto  tiene  pinta  de  tener  muchos  años.  Seguro  que  será  una  antigua

               llave de paso o algo parecido. Me apuesto lo que quieras a que le doy y no
               pasa absolutamente nada.
                    Félix se puso en pie y retrocedió un par de pasos.
                    —De acuerdo, Indiana; dale, a ver qué pasa.

                    Ernesto tuvo suerte de no haberse apostado nada. En cuanto accionó la
               palanca,  oyeron  un  ronroneo  grave  seguido  de  un  sonido  más  fuerte
               procedente de la nave central, al otro lado del muro. El párroco se levantó de
               un brinco. A su espalda, su compañero le taladraba con una mirada de te lo

               dije. Casi a la vez, salieron al presbiterio a través de la puerta cubierta por la
               cortina roja. Félix fue el primero en darse cuenta de que algo había cambiado
               en el templo.
                    —¡Ernesto, mira allí! —exclamó, señalando el crucero.

                    La  solería  que  representaba  a  San  Jorge  abatiendo  al  dragón  había
               desaparecido  para  dejar  lugar  a  un  hueco  que  desde  lejos  asemejaba  una
               piscina  de  alquitrán.  Impulsados  por  una  mezcla  explosiva  de  curiosidad,
               taquicardia  y  morbo,  se  acercaron  a  la  abertura.  Al  borde  del  hoyo,

               descubrieron unas escaleras de piedra descendiendo hacia la oscuridad más
               espesa a la que se habían enfrentado jamás. Un rancio hedor a cripta, espeso y
               nauseabundo, reptó desde las tinieblas hasta sus fosas nasales. El silencio que
               acompañó estos primeros instantes de descubrimiento fue quebrado por la voz

               carente de emoción de Ernesto.
                    —Hoy comeremos más tarde —anunció.









               Maite  Damiano  nadaba  en  el  aire,  a  un  par  de  metros  del  suelo  y  a  pocos
               centímetros del techo, consciente de que aquella extraña sensación de libertad

               era  producto  del  sueño  en  el  que  se  hallaba  inmersa.  Estaba  dormida  y  lo




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