Page 53 - La iglesia
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—En cuanto Jiménez esté disponible. Él y sus hijos estaban terminando

               una obra en la barriada José Zurrón. Me dijo que tenía previsto acabarla hoy.
                    —Pues perfecto. Y ya sabes, paciencia.
                    —La tendré —aseguró Juan Antonio, guardando el expediente en su bolsa
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               y levantándose de la cama—. Pues si no ordenas nada más…
                    Maite le agarró por los dedos y meneó su mano en gesto amistoso.
                    —Gracias por venir. Espero estar pronto online.
                    —Tómatelo con calma —le aconsejó Juan Antonio.
                    —Recuerda,  si  necesitas  cualquier  cosa,  consúltame.  No  me  estoy

               muriendo…
                    —Si necesito de tu sabiduría, te llamaré —⁠prometió Juan Antonio, dando
                                                                                   ⁠
               dos  besos  a  la  arquitecta  municipal  y  otros  dos  a  Leire—.  Adiós,  guapas,
               pasadlo bien.

                    Leire hizo un gesto de tigresa y arañó el aire con las uñas.
                    —En cuanto te vayas, machote.
                    Él suspiró, mirando al techo.
                    —Me quedaría para hacer un trío con vosotras y elevaros a la condición

               de bisexuales, pero soy un hombre felizmente casado…, y un cagao. ¡Adiós!
                    La marcha de Juan Antonio estuvo acompañada de las risas de Maite y
               Leire. En la soledad del rellano, el aparejador miró hacia abajo y comprobó el
               bulto tímido que combaba su pantalón a la altura de la entrepierna.

                    No lo podía evitar: Leire Beldas le ponía como una Harley Davidson.









               La mañana se les escurrió entre los dedos a Ernesto y Félix sin que apenas se
               dieran  cuenta.  Exploraron  la  iglesia,  localizaron  interruptores  y  enchufes,
               descubrieron  la  ubicación  de  la  llave  de  paso  del  agua,  rebuscaron  por

               armarios  y  cajones  y,  en  definitiva,  hicieron  lo  mismo  que  cualquiera  que
               recibe  una  propiedad  inmobiliaria.  Lo  más  desalentador  era  el  desorden
               reinante en los dos pisos de la sacristía.
                    —Deberíamos consultar con el padre Alfredo y con Juan Antonio sobre

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               qué  tirar  y  qué  conservar  —sugirió  Ernesto,  examinando  un  candelabro
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               plateado  que  no  sabía  si  podría  valer  veinte  euros  o  veinte  mil—.  Ellos
               entienden  más  de  arte  que  nosotros.  Imagínate  que  tiramos  algo  valioso  al
               contenedor… el obispo nos crucifica.







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