Page 51 - La iglesia
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—¿Te quedas conmigo en casa? —le preguntó a Leire con voz
somnolienta.
—Ya te dije que sí. No me iré de aquí hasta que te encuentres mejor.
Maite se incorporó un poco para abrazarla y ella le devolvió el apretón,
acariciándole la espalda con ternura. Adoraba a Leire. Maite apenas veía a sus
padres, que se habían mudado a San Roque desde que su padre se jubilara,
hacía ya casi una década. Al principio, las visitas a Ceuta eran muy
frecuentes, dos o tres veces al mes. Poco después, estas se fueron espaciando
cada vez más. Maite cruzaba el charco cuando los remordimientos la
empujaban a hacerlo, pero raro era el fin de semana que no tuviera que
repasar algún proyecto o surgiera cualquier actividad que relegara la visita a
sus padres a un plan B. Tampoco les echaba tanto de menos: saber que
estaban bien le bastaba. Bendito teléfono.
Sin embargo, no podía estar muchos días sin ver a Leire. Alguna que otra
vez se había planteado proponerle dar un paso más en su relación, pero ¿y si
Leire se asustaba y ella perdía los privilegios de los que ya gozaba? Leire
podía conseguir a la mujer que deseara. Si se le antojaba una jovencita de
veinte años, solo tenía que sonreírle para hechizarla. ¿Tendría affaires con
otras mujeres aparte de ella? La idea se le hacía insoportable a pesar de no
existir compromiso alguno entre ellas. El ululato del portero automático la
sacó de sus cavilaciones.
—Debe de ser Juan Antonio —aventuró Leire, levantándose—. Viene a
que le firmes unos papeles. ¿Aguantarás despierta?
Maite asintió y se recostó en la almohada. A pesar de estar medio sedada,
los hipnóticos tan solo habían conseguido adormilarla, y eso que el médico le
había garantizado que dormiría varias horas seguidas. O bien aumentaba la
dosis, o pillaba algo más fuerte. Por la tarde llamaría a su amiga Piluca para
que le trajera algo más efectivo de su botiquín particular. Piluca alardeaba de
guardar en su casa un alijo de fármacos que habría hecho babear a Amy
Winehouse. Años de depresiones, paranoias, histerias, ansiedades y demás
patologías —muchas de ellas ficticias— habían culminado en una
acumulación de drogas legales suficientes para tumbar a Godzilla.
Leire abrió la puerta a Juan Antonio, que lucía una sonrisa que habría
puesto en ridículo al Joker.
—Espero no interrumpir nada —se disculpó, dando dos besos a Leire.
La risa de Maite le llegó desde el dormitorio.
—Claro, dos boyeras solas no pueden hacer otra cosa que comerse la
almeja a todas horas, empapadas en sudor y gimiendo de placer. —Se
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