Page 60 - La iglesia
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—Sí, pero aquí está a todo color —observó Félix, alumbrándolo con la
vela y la linterna; al igual que el rosario, los hilos de oro del bordado parecían
muy antiguos y de calidad—. Es el escudo de los jorgianos. «Cum Virtute
Dei, Vincemus» —leyó en voz alta—. Esto viene a significar, más o menos:
«con la fuerza de Dios, venceremos».
—Un lema de lo más jorgiano —comentó Ernesto, cerrando sus manos
sobre los tiradores de la puerta—. Voy a abrirla.
Las hojas de madera emitieron un crujido sordo, pero se abrieron sin
oponer demasiada resistencia. Detrás de las puertas se extendía una oscuridad
aún más espesa que la del pasadizo; una oscuridad que hedía a sepulcro
profanado. Los sacerdotes fruncieron la nariz, confiando en poder aguantar el
olor rancio que emanaba la cripta. Ernesto extendió la mano y Félix le pasó la
linterna.
—Entremos —dijo el párroco, tomando la iniciativa—. No te extrañe que
encontremos tumbas, para eso se usaban estas criptas.
La estancia tendría la mitad del tamaño de la sacristía. El suelo parecía de
cemento bruto, sin enlosar. Las paredes, de piedra vista, soportaban aquí y
allá antorchas apagadas desde sabe Dios cuándo. Por ningún lado se veían
interruptores, cables o bombillas; aquel espacio subterráneo jamás recibió los
adelantos del siglo XX. Con el cirio en alto, Félix cruzó el umbral con una
decisión espoleada por el miedo. Lo que reveló la luz le hizo dar un respingo.
—¡Mira esto!
Los sacerdotes se quedaron atónitos. De las paredes de la cripta colgaban
decenas de crucifijos y rosarios, guirnaldas sagradas anunciadoras de un mal
presagio. Ernesto enfocó su linterna al testero de la derecha y descubrió algo
aún más inquietante: ancladas al muro, como tentáculos de metal oxidado,
varias cadenas de hierro rematadas por grilletes colgaban cual testigos
cansados de un sufrimiento atroz.
—Esto no es una cripta para enterramientos —murmuró Félix,
retrocediendo unos pasos.
La luz de la linterna de Ernesto era demasiado débil para atravesar del
todo la oscuridad del recinto. Avanzó con pasos cautos, esquivando un viejo
camastro de colchón raquítico y mohoso digno de la peor leprosería del
medievo. Dos pares de correas de cuero desgastado yacían lánguidas a la
altura de pies y manos. Era evidente que aquel catre inmundo se utilizaba para
inmovilizar a su ocupante. Félix rompió a sudar como si estuviera haciendo
flexiones en una sauna:
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