Page 65 - La iglesia
P. 65

—Esto es un misterio —dijo Saíd, preocupado.

                    Latifa se echó a llorar en silencio. Le tenía mucho cariño a los canarios,
               que alegraban sus tareas domésticas con sus cantos. Saíd acarició la cabeza
               cubierta por un pañuelo.
                    —Mañana mismo compraremos una parejita en la Plaza, ¿quieres?

                    Ella asintió, desconsolada. Dris seguía dándole vueltas a la muerte súbita
               de los canarios sin encontrar una explicación lógica.
                    —Voy a hacer un té —decidió Latifa, como si aquello lo arreglara todo⁠—.
               Id dentro mientras corto unas hojas de hierbabuena. Si Dios ha querido que

               los pajaritos mueran, que sea así —⁠concluyó con fatalismo.
                    —Venga, vamos —apremió Saíd, haciéndole una seña a su hijo para que
                                                                                                       ⁠
               regresara al salón; en estos casos sin explicación, lo más sabio —⁠y cómodo—
               era asumir la voluntad de Dios, como un buen musulmán.

                    Aquellas fueron las últimas hojas de hierbabuena que Latifa cortaría en
               semanas. Horas después, al anochecer, Saíd, Latifa y Dris descubrirían que el
               implacable  dedo  de  la  muerte  no  solo  había  tocado  a  sus  animales,  sino
               también  a  sus  plantas.  La  hierbabuena,  el  jazmín,  la  dama  de  noche,  los

               geranios… todo se marchitó de repente, como si el espíritu del desierto las
               besara con su aliento de fuego.
                    Esa  noche,  la  preocupación  inicial  de  la  familia  Layachi  se  tornaría  en
               temor.










               Juan Antonio quedó en pasar por la iglesia a las cinco y media de la tarde,
               después de recoger a su hija Marisol de la academia de baile donde gastaba
               energías de lunes a jueves ejecutando parodias de pliés, relevés y arabesques
               mezclados con aires flamencos, unas gotas de reggaeton y un golpe maestro

               de  música  calorra,  todo  ello  bajo  la  batuta  de  su  ecléctica  profesora,  una
               treintona michelínica que no tenía demasiado claro si era bailarina o bailaora.
               La matricularon en la academia porque quedaba a dos manzanas de casa de
               los  Rodero  y  cobraba  una  mensualidad  asequible.  Bajo  semejante  tutelaje

               artístico, Marisol jamás llegaría lejos en el mundo de la danza aunque, para
               ser francos, ese no era el propósito de las clases. Juan Antonio y Marta se
               conformaban con que la niña se divirtiese mientras hacía algo de ejercicio y,
               para tal fin, aquella academia era tan buena como la de Sara Baras.







                                                       Página 65
   60   61   62   63   64   65   66   67   68   69   70