Page 63 - La iglesia
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Latifa le llamó de nuevo, y Saíd decidió que hacerla esperar no era una

               decisión sabia.
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                    —¡Ya  voy,  ya  voy,  ni  que  se  estuviera  quemando  la  casa!  —El  viejo
                                                                   ⁠
               dedicó  a  Dris  una  sonrisa  de  complicidad—.  Ahora  entiendo  por  qué  los
               jóvenes  modernos  no  os  casáis:  sois  más  inteligentes  que  nosotros,  los  de

               antes.
                    Salió al patio, seguido por la mirada divertida de su hijo. Dris admiraba a
               su  padre,  un  hombre  trabajador,  sabio  y  justo,  digno  superviviente  de  un
               pasado de desigualdades y prejuicios en el que, a pesar de los obstáculos, se

               había  licenciado  en  la  universidad  de  la  vida  con  matrícula  de  honor.  Dris
               vino al mundo cuando Saíd ya estaba próximo a los cincuenta, en un parto
               complicado que impidió a Latifa tener más descendencia y que le otorgó el
               título de hijo único.

                    Saíd conoció a Latifa allá por los setenta en Marruecos, en casa de unos
               primos, y a pesar de haber una diferencia de edad considerable entre ellos, él
               no paró hasta conquistarla y llevársela consigo a Ceuta. Fueron muchos los
               fines  de  semana  que  Saíd  condujo  hasta  Tetuán  su  estertóreo  coche  de

               enésima  mano  hasta  que,  como  él  mismo  solía  decir  con  su  acento  árabe
               mezclado con su gracejo andaluz, «se la llevó al huerto». La boda duró tres
               días.  El  amor,  décadas.  Latifa,  después  del  parto,  engordó  y  se  descuidó,
               dejando que su imagen de princesa mora quedase en el espejismo sutil de un

               pasado que recordaba sin nostalgia. A Saíd nunca le importó el cambio de
               aspecto de su esposa; es más, en cierto modo lo agradeció, ya que era habitual
               que  la  confundieran  con  su  hija,  cosa  que  a  Saíd,  lejos  de  halagarle,  le
               incomodaba. Saíd adoraba a su mujer, ella lo adoraba a él, y los dos a su hijo

               Dris.  Juntos  formaban  una  familia  inquebrantable.  Una  familia  básica  de
               padre, madre e hijo, pero sólida como el mejor de los aceros.
                    Como  hijo  único,  Dris  recibió  los  privilegios  del  primogénito  y  del
               benjamín.  Saíd  se  dejó  la  vida  y  el  sueldo  para  que  estudiara  en  el  mejor

               colegio  privado  de  la  ciudad,  le  educó  con  las  dosis  justas  de  austeridad,
               autoridad y mimos, y se esforzó porque se integrara en la juventud de Ceuta
               sin  distinguir  raza,  religión  o  estatus  social.  Saíd  nunca  puso  mala  cara
               cuando  años  atrás  Dris  apareció  en  su  casa  con  una  novia  cristiana  y

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               minifaldera —con la cual cortó a los pocos meses, para respiro de su madre,
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               que  en  ese  sentido  era  más  tradicional—,  ni  empujó  nunca  a  su  hijo  a  la
               mezquita. Él mismo tenía que decidir cómo vivir su vida. Para satisfacción de
               sus padres, Dris asistía al culto y rezaba las cinco veces diarias que dicta el







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