Page 61 - La iglesia
P. 61

—Ernesto,  joder.  —Ni  siquiera  reparó  en  que  se  le  había  escapado  un

               taco⁠—. ¿No te das cuenta del uso que se le daba a este lugar?
                    El párroco fingió no oírle. Dirigió su linterna al fondo de la cripta, hacia el
               último  rincón  que  les  quedaba  por  inspeccionar.  La  luz  reveló  un  bulto  de
               gran tamaño cubierto por una sabana que en su día, en un pasado muy lejano,

               tal  vez  fuera  blanca.  Félix  se  quedó  paralizado  ante  la  visión  espectral  del
               lienzo que se extendía hacia los lados como el velamen podrido de un barco
               fantasma.
                                                               ⁠
                    —Esto cada vez me gusta menos —susurró Félix, al borde de un ataque
                           ⁠
               de pánico—. ¿De verdad no sabes para lo que servía esta mazmorra?
                    Ernesto  le  dedicó  una  sonrisa  burlona.  Bajo  la  luz  combinada  de  la
               linterna y la vela, aquella hilera de dientes blancos le pareció a Félix de lo
               más espeluznante.
                                                                 ⁠
                    —Cálmate —le tranquilizó el párroco—. Ya me he dado cuenta de que
               este  lugar  es  una  mazmorra,  pero  no  veo  ningún  verdugo  por  los
               alrededores…
                    Félix negó con la cabeza. Su voz sonó atragantada al hablar:

                    —Esto no es una mazmorra: aquí se practicaban exorcismos.
                    Ernesto señaló el camastro con correas.
                    —El ritual lo tengo claro: encadenar a pobres almas desquiciadas por la
               guerra,  atarles  a  esa  cama,  rezar  hasta  la  extenuación  y  rociarlos  con  agua

               bendita; si todo lo anterior falla, se les tortura hasta la muerte. Acuérdate de lo
               que  nos  contó  el  padre  Alfredo:  los  jorgianos  estaban  más  locos  que  los
               posesos a los que intentaban sanar.
                    Félix intentó contagiarse de la tranquilidad de Ernesto, pero cuando este

               mostró intención de retirar la vieja sábana no pudo evitar soltar un grito de
               espanto:
                    —¡No toques eso! ¡Sabe Dios lo que habrá ahí debajo!
                    El párroco se detuvo y se volvió hacia él, irritado.

                    —¿Por  qué  no  sales  de  aquí  y  te  calmas?  ¿Acaso  te  dan  miedo  los
               crucifijos? —⁠preguntó, señalando las paredes⁠—. Hazme el favor de centrarte
               y  pensar  de  manera  lógica,  ¿de  acuerdo?  Si  no  eres  capaz,  lárgate  ahora
               mismo.

                    Félix  aguantó  el  chaparrón  en  silencio  y  avergonzado.  Pensándolo  con
               frialdad, Ernesto tenía razón; a pesar de lo tétrico del lugar, no había razón
               para asustarse. De todos modos, no podía evitar que la visión de los grilletes y
               del catre trajera a su mente imágenes de cuerpos retorciéndose contra natura y

               alaridos blasfemos. Félix Carranza creía en Satanás y en su influencia sobre




                                                       Página 61
   56   57   58   59   60   61   62   63   64   65   66