Page 64 - La iglesia
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Corán. Era un buen musulmán, y Saíd se jactaba de que lo era por convicción

               propia, no por coacción familiar, como en muchos casos que él conocía.
                    A pesar de los desvelos de Saíd, Dris nunca fue un alumno brillante, no
               por falta de inteligencia, sino por falta de motivación. El colegio le aburría. A
               trancas y barrancas, terminó en cuatro años los tres de Formación Profesional

               y pasó a engrosar las filas del paro. Sabedor de la importancia de un buen
               currículum, se apuntó a todos los cursos del INEM y de la Confederación de
               Empresarios que pudo. Su padre, orgulloso, se congratuló de que su hijo no
               tomase el camino de muchos chicos de su generación, que se ganaban la vida

               en el submundo del hachís. Dris siempre rechazó el dinero fácil, despreciando
               las motocicletas de alta cilindrada y los coches de lujo que muchos de sus
               conocidos le restregaban por la cara. Conforme crecía en años, Dris se parecía
               cada  vez  más  a  su  progenitor  incluso  en  lo  físico:  era  muy  delgado,  como

               Saíd, y  la  expresión noble  de  su rostro  era calcada  a  la suya;  de  su  madre
               heredó los ojos rasgados, un hermoso cabello negro rizado y una sonrisa de
               anuncio de clínica dental. En definitiva, Dris gozaba de ese valor añadido que
               en el mercado laboral se define como buena presencia.

                    Tras  apuntarse  a  varias  bolsas  de  trabajo  y  pasar  por  varias  entrevistas
               infructuosas, le llegó la oportunidad de trabajar de celador en la Residencia de
               Mayores  Nuestra  Señora  de  África.  Dris  descubrió  que  disfrutaba  horrores
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               trabajando con los abuelos —como él les llamaba de forma cariñosa— y casi
               estalla de felicidad el día que le hicieron fijo tras dos años de dar lo mejor de
               sí mismo. Sus padres no cabían en sí de orgullo. Lo único que le faltaba ahora
               a su hijo, según ellos, era una buena esposa. Aunque a Saíd no le importaba
               tener a Dris en casa a los veintiséis, echaba en falta a una nuera y, sobre todo,

               se moría por un nieto al que malcriar.
                    —¡Dris, ven!
                    Esta vez era Saíd quien llamaba, y el tono de su voz no era halagüeño. El
               joven se levantó del sofá, alarmado. Encontró a sus padres en el patio, junto a

               la jaula de los canarios. Tenían cara de funeral.
                    —Los pájaros han muerto —anunció Saíd⁠—. Los tres.
                    Dris se acercó a la jaula y examinó los cuerpecillos inertes en busca de
               heridas. No sería la primera vez que un gato callejero se colaba en el patio.

               Examen negativo, ni rastro de sangre.
                    —Qué raro —murmuró—, y los tres a la vez… ¿Habrá un escape de gas?
                    Latifa entró en la cocina y salió a los pocos segundos, informando que
               fuegos, horno y calentador estaban apagados. Tampoco se apreciaba olor a

               gas.




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