Page 67 - La iglesia
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traje  cruzado  de  chaqueta  azul  marino  complementado  con  una  corbata  de

               seda  roja  y  un  pin  de  oro  de  veinticuatro  quilates  de  la  Pontificia  y  Real
               Hermandad y Cofradía de Nazarenos de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder
               y María Santísima del Mayor Dolor y Traspaso, de cuya afiliación Perea se
               jactaba  en  cuanto  le  daban  oportunidad.  Era  casi  imposible  verle  con  otro

               vestuario que no fuera ese, ya podía ser un día lluvioso de diciembre o una
               mañana  soleada  de  agosto  a  la  salida  de  misa  de  doce.  Porque  si  algo
               destacaba de Manolo Perea y de Lola, su esposa, era un fervoroso sentimiento
               religioso que hacía que mucha gente los catalogara como meapilas.

                    Desde  su  llegada  a  Ceuta,  Perea  siempre  reservó  sus  vacaciones  para
               acudir a la llamada de su cofradía en Sevilla; jamás le falló al Gran Poder. Sus
               profundos conocimientos sobre la Semana Santa sevillana y su imaginería le
               habían permitido publicar dos gruesos libros con fotografías a todo color que

               acabaron siendo volúmenes de cabecera para muchos capillitas. En Sevilla era
               considerado toda una autoridad en la materia, y eso le llenaba de orgullo.
                    Juan Antonio aguantó con estoicismo el panegírico de Perea a favor de la
               familia, que duró desde la Plaza de los Reyes a la Iglesia de San Jorge. Se dijo

               que  era  parte  del  trato,  soportar  el  coñazo  a  cambio  de  su  sabiduría.  Por
               suerte,  ningún  trayecto  en  Ceuta  es  demasiado  largo.  Estacionó  su  Toyota
               junto al R5 de Saíd, que permanecía en el mismo sitio de siempre, como una
               presencia  brillante  y  pulida  en  mitad  del  panorama  gris  del  barrio.  Juan

               Antonio liberó a Marisol de la silla de seguridad y la tomó de la mano. La
               idea de acompañar a su padre había surgido de ella misma durante la comida.
                                                                                          ⁠
               Tanto  insistió  en  que  quería  ver  la  iglesia  y  a  Jesusito  —como  ella  le
                         ⁠
               llamaba—, que el arquitecto técnico no tuvo más remedio que aceptar.
                    Encontraron a los sacerdotes sentados en los escalones de la puerta de la
               iglesia. Habían comido cerca de las cuatro y media de la tarde en el único bar
               que encontraron abierto, a base de montaditos de pan correoso que aplastaban
               lonchas  de  embutido  de  calidad  carcelaria,  una  ensaladilla  rusa  que  bien

               podría ser soviética por el tiempo que llevaba hecha y unas aceitunas con más
               hueso que carne. Lo regaron todo con unos botellines de Coca-Cola con más
               óxido en el gollete que el ancla del Titanic. Se pusieron en pie y saludaron a
               los  recién  llegados,  dedicando  atenciones  y  bromas  a  la  pequeña,  que  se

               apresuró en obsequiarles con un par de besos. Juan Antonio les presentó al
               director de Caja Centro.
                    —Manolo Perea. —Este estrechó las manos a los curas⁠—. Nadie sabe más
               de  esto  en  Ceuta  que  él.  Él  es  el  padre  Ernesto  Larraz,  el  párroco,  y  su

               ayudante, el padre Félix.




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