Page 69 - La iglesia
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El padre Ernesto dedicó a Félix una media sonrisa cargada de ironía.

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                    —La niña acaba de darte una lección. —Acarició la cabeza de Marisol—.
               Di  que  sí,  pequeña,  tienes  razón.  No  hay  nada  que  temer  de  Jesús.  Él  nos
               protege.
                    Precedidos  por  Ernesto,  descendieron  los  escalones  de  la  cripta,  cuyas

               tinieblas eran mordidas por los halos anaranjados de los cirios. Las candelas
               arrancaban tenues destellos a la colección de crucifijos y rosarios que colgaba
               de los muros. El catre, los grilletes y demás trastos esparcidos por el sótano
               pasaban ahora casi desapercibidos, eclipsados por lo que había al fondo de la

               estancia. Todos guardaron unos segundos de silencio compungido, hasta que
               Manolo Perea lo rompió con una exclamación entusiasta.
                    —¡Qué maravilla!
                    Lo que la sábana había protegido durante sabe Dios cuánto tiempo era una

               talla a tamaño natural que representaba a un Cristo clavado en una cruz que
               elevaba su figura a metro y medio por encima del suelo, lo que la hacía aún
               más  imponente.  Su  cuerpo,  delgado  pero  de  músculos  bien  definidos,  se
               contorsionaba  sobre  el  madero  en  una  postura  desgarradora,  mientras  su

               cabeza, coronada de espinas, se erguía sobre el amasijo de tendones tensos
               como  cuerdas  de  piano  que  formaban  su  cuello.  Los  ojos  de  la  talla,
               desorbitados,  miraban  hacia  abajo  con  rabia,  como  si  maldijeran  a  sus
               verdugos con furia divina. La policromía era de gran calidad y realismo, tan

               solo  mancillada  por  la  abundante  sangre  que  cubría  la  piel  y  los  escuetos
               harapos —⁠estos de tejido basto⁠— que cubrían los genitales.
                    Juan Antonio paseó la vista por el tétrico escenario, convencido de que
               aquellos muros forrados de objetos religiosos habían sido testigos de muchos

               horrores.  De  repente,  le  asaltó  la  imagen  del  padre  Artemio  rezando  en  la
               oscuridad de aquella covacha, tal vez el escenario del duelo a muerte entre él
               y su razón. No sería de extrañar que hubiera sido el propio padre Artemio
               quien colgara todos aquellos crucifijos y estampas en los muros de la cripta.

               ¿Sería algún tipo de protección? ¿Protección contra qué? Marisol, a su lado,
               estaba fascinada, sin signos de estar asustada.
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                    —Esta  imagen  es  del  barroco,  sin  duda  alguna  —dictaminó  Perea,
               mirándola y remirándola por delante, por detrás, por arriba y por abajo. Había

               cogido una vela que a veces goteaba cera caliente sobre su mano, pero él no
                                                                                                  ⁠
               movía un músculo de su cara: estaba demasiado absorto para notarlo—. El
               realismo es asombroso…
                    —Y aterrador —puntualizó el padre Félix.







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