Page 12 - Un café con sal
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Dicho esto, salió de la cocina y Lizzy sonrió, aunque sintió pena por no ser la princesita que su
madre anhelaba. Su padre, que había seguido la conversación en silencio, miró a su hija y murmuró:
—A mí tampoco me gustan los chicos agujereados, cariño, y sé que tú serás algo más selectiva.
Dispuesta a cambiar de tema, se le acercó y cuchicheó con sorna:
—Jugar al mus. ¡Qué planazo!
Durante un rato comentó con su padre las noticias que éste leía en su tableta. Desde que le había
regalado aquel juguetito, él era feliz, aunque de vez en cuando se aturullaba dándole a todo lo que
salía en la pantalla y la liaba.
Cuando se acabó el café y las tostadas, la joven se levantó y, tras percatarse de que él la miraba
con una ternura increíble, le dijo mientras le daba otro beso en su regordeta mejilla:
—Me voy a trabajar. Hasta luego, guapetón.
Él, encantado con la jovialidad y el cariño que la chica le demostraba todos los días, respondió a
la vez que le guiñaba un ojo:
—Hasta luego, Elizabeth. Que tengas un buen día.
Cuando llegó al hotel, eran las siete menos diez. Rápidamente, se cambió de ropa en el vestuario
frente a las taquillas, se puso su uniforme y corrió al restaurante, donde comenzó a servir desayunos
mientras tarareaba la suave música que sonaba por los altavoces.
Su trabajo le gustaba, aunque a veces, cuando hacía algún extra como el de la noche anterior, al
día siguiente estaba agotada.
—Buenos días…
Aquella voz la sacó de su ensimismamiento y, al mirar, se encontró con el guapo y apuesto
hombre de la noche pasada. Pero ¿no le había dicho que no estaba alojado en el hotel?
Sin muchas ganas de confraternizar con nadie, Lizzy asintió con la cabeza y, aún molesta porque,
en cierto modo, el día anterior él la había llamado fea en su cara, cogió una bandeja vacía y, sin
mirar atrás, entró en las cocinas.
Allí se sentía a salvo. Pero cinco minutos después tuvo que salir. Aquél era su trabajo y él
continuaba sentado a la misma mesa que minutos antes.
Lo miró de reojo. Estaba muy elegante, vestido con aquel traje oscuro, la camisa celeste y
corbata. Demasiado elegante para su gusto. Él, al verla, se levantó y caminó hacia ella con decisión.
Sin querer darse por enterada de que iba a su encuentro, suspiró cuando oyó a su lado:
—Buenos días, Elizabeth.
Incómoda por la familiaridad con que la trataba en el trabajo, murmuró:
—Buenos días, señor.
Sin más, se separó rápidamente de él. Tenía que seguir preparando mesas para los comensales,
pero él la siguió y le preguntó:
—¿Has descansado?
—Sí, señor.
Al ver la distancia que la muchacha marcaba entre ellos, a pesar de que el comedor estaba
prácticamente desierto, murmuró:
—Te he llamado por tu nombre. ¿Qué tal si me llamas por el mío?
—Señor, estoy trabajando y le rogaría que me dejara hacerlo.
Ahora era ella la que marcaba las distancias y con rapidez se separó de él, pero a los dos
segundos ya volvía a tenerlo detrás. Tras comprobar que nadie los observaba, le siseó: