Page 17 - Un café con sal
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Capítulo 3



  Al  día  siguiente,  Lizzy  se  levantó  y  se  marchó  a  trabajar;  a  pesar  de  la  incertidumbre  de  si  la

  despedirían, sintió cierto júbilo en su interior al llegar al hotel. Observar a aquel maduro hombre
  caminar  por  el  establecimiento  se  había  vuelto  como  una  necesidad.  Sólo  con  verlo  sentía  que  el
  corazón le galopaba a toda mecha y, si encima la miraba, ya se quería morir de felicidad.

      Sobrecogida, intentaba entender qué le ocurría. No era su tipo. A ella le gustaban los chicos más
  jóvenes  y,  a  ser  posible,  de  su  mismo  rollo  en  vestimenta  y  gustos,  y  sobre  todo  divertidos  y
  alocados… y aquél, de divertido y alocado, tenía lo que ella de monja de clausura.
      La noche anterior, cuando llegó a su casa, había indagado sobre él en Google. Allí descubrió que
  el hotel pertenecía a su familia y que él era la tercera generación en regentarlo. Tenía treinta y seis

  años. Doce más que ella. Estaba recién separado de una rica heredera inglesa, no tenía hijos y había
  cursado nada menos que tres carreras universitarias, además de poseer otros hoteles en Inglaterra,
  Miami y California.

      Saber  todo  aquello  la  acobardó.  Nunca  había  conocido  a  nadie  con  tanto  poder  y,  al  recordar
  cómo lo había tratado con anterioridad, intuyó que tarde o temprano tendría problemas con él.
      Pero, sin saber por qué, comenzó a fantasear con William y eso la fastidió. ¿Por qué pensar en un
  hombre que era todo lo opuesto a ella?
      De lo que ella no se había dado cuenta era de que él, cada mañana a la misma hora, se plantaba

  ante la cristalera del que fue el despacho de su padre para observar el aparcamiento donde Lizzy solía
  dejar el coche. Le gustaba contemplarla cuando ella no se percataba y disfrutaba extraordinariamente
  con cada paso o cada gesto de la muchacha al reencontrarse con sus compañeros y sonreír.

      Una vez que la veía entrar en el hotel, bajaba al restaurante y, pacientemente, esperaba a que ella
  apareciera en el comedor y, con su galantería habitual, le daba los buenos días. Ella le sonreía al
  verlo y después comenzaba a trabajar sumida en mil preguntas inquietantes.
      William, por su parte, buscó información sobre ella a través de la documentación que el hotel
  poseía. Saber que sólo tenía veinticuatro años le hizo entender su manera loca y desenfadada de vestir

  y de moverse, y el descaro que tenía al hablar. Comparándolo con él, ¡era una niña!
      Cuando la veía llegar con los pantalones vaqueros caídos y las zapatillas de cordones de colores,
  le  chirriaban  los  ojos,  pero  un  extraño  regocijo  se  instalaba  en  su  interior  y  no  podía  dejar  de

  buscarla con la mirada.
      A  la  hora  de  la  comida,  bajó  al  restaurante  a  almorzar  y  allí,  parapetado  tras  una  cristalera,
  escuchó  a  la  joven  comentar  a  uno  de  sus  compañeros  que  esa  noche  pensaba  ir  al  cine  con  sus
  amigos. Cuando Lizzy pasó por su lado, la llamó.
      —¡Señorita!

      Al oír aquella voz, se encogió. Él.
      Se dio media vuelta y lo miró.
      —Sería tan amable de traerme una botella de vino tinto de Altos de Lanzaga de 2006 —pidió

  amablemente.
      —Por supuesto, señor.
      Con paso presuroso, se dirigió hacia donde tenían aquel maravilloso rioja español y regresó con
  él. William extendió la mano para cogerlo y ella le entregó la botella. Durante unos segundos, él
  miró la etiqueta y finalmente preguntó:
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